(c) También, el que tiene sed y quiere acudir a Cristo debe recordar que lo único que se requiere es una fe sencilla. Sí, es bueno acudir con arrepentimiento, con un corazón quebrantado y contrito, pero ni sueñe en confiar en esto para ser aceptado. La fe es la única mano que puede llevar el agua viva a nuestros labios. La fe es el engranaje por medio del cual todo funciona en el tema de nuestra justificación. Está escrito una y otra vez que "todo aquel que en él cree... no se pierde, sino que tiene vida eterna" (Jn. 3:15-16). "Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia" (Ro. 4:5). Bienaventurado es el que puede hacer suyo el principio que contiene aquel himno sin igual:
"Tal como soy de pecador,sin otra confianza que tu amor,a tu llamado vengo a ti:Cordero de Dios, heme aquí".
¡Qué simple parece este remedio para la sed! Pero, ¡oh, qué difícil es convencer a algunas personas de que lo reciban! Pídales que hagan algo grande, que mortifiquen su cuerpo o que participen en una peregrinación, que den todos sus bienes para dar de comer a los pobres con el fin de hacer méritos para ser salvos y, seguramente, procurarán hacerlo. Dígales que tiren por la borda toda idea de méritos y salvación por obras, que acudan a Cristo como pecadores vacíos, sin nada en sus manos y, como hizo Naamán, querrán dar media vuelta con desprecio (2 R. 5:12). La naturaleza humana es siempre la misma en todas las épocas. Todavía hay algunas gentes que piensan como los judíos y otras como los griegos. Para los judíos, Cristo crucificado sigue siendo una piedra de tropiezo y para los griegos locura. ¡Esa trágica sucesión nunca ha cesado! Nuestro Señor nunca nos dijo algo más cierto que cuando se refirió a los escribas soberbios en el Sanedrín: "Y no queréis venir a mí para que tengáis vida" (Jn. 5:40).
Pero, por más simple que parezca este remedio para la sed, es el único que cura la enfermedad espiritual del hombre y el único puente entre la tierra y el cielo. Reyes y súbditos, predicadores y oyentes, amos y siervos, encumbrados y proletarios, ricos y pobres, letrados e iletrados, todos por igual, tienen que beber de esta agua de vida y beberla de manera idéntica. Durante más de dieciocho siglos, los hombres se han esforzado por encontrar algún otro remedio para sus conciencias agotadas, pero se han esforzado en vano. Miles, después de ampollarse las manos, de envejecerse cavando cisternas rotas que no retienen agua (Jer. 2:13), se han visto obligados a volver a la Fuente de antaño y han confesado en sus últimos momentos que sólo en Cristo hay verdadera paz.
Y por más simple que parezca ser el viejo remedio para la sed, es la raíz de la vida interior de todos los más grandes siervos de Dios en todas las épocas. ¿Qué han sido los santos y mártires a lo largo de la historia de la Iglesia, sino hombres que han acudido cada día a Cristo por fe y han encontrado que su "carne es verdadera comida" y que su "sangre es verdadera bebida" (Jn. 6:55)? ¿Qué han sido, sino hombres que vivían la vida de fe en el Hijo de Dios y bebían cotidianamente de la plenitud que hay en él (Gá. 2:20)? Aquí, en todos los casos, los mejores y más auténticos cristianos que han dejado su huella en el mundo, han sido de un mismo sentir. Santos padres y reformadores, teólogos santos anglicanos e inconformistas, sus mejores momentos han dado testimonio uniforme del valor de la Fuente de vida. Separatistas y polémicos, como a veces han sido durante sus vidas, al morir no han estado divididos. En su última lucha con el rey de los terrores, simplemente se han aferrado a la cruz de Cristo, gloriándose únicamente en la "sangre preciosa" y la Fuente disponible para limpiar todo pecado e impureza.
¡Qué agradecidos debiéramos estar de que vivimos en un país donde el gran remedio para la sed espiritual es bien conocido, en un país de Biblias abiertas, donde se predica el evangelio y hay abundantes medios de gracia; un país donde aún se proclama la eficacia del sacrificio de Cristo en iglesias más o menos llenas y desde unos 20.000 púlpitos cada domingo! No apreciamos el valor de nuestros privilegios. Por la propia familiaridad del maná pensamos poco en ello, así como Israel detestaba el "pan tan liviano" en el desierto (Nm. 21:5). Pero abra las páginas de algún filósofo pagano como el incomparable Platón y fíjese cómo andaba a tientas buscando luz como quien anda con los ojos vendados y se cansaba tratando de encontrar la puerta. El campesino más humilde que capta las cuatro "palabras de consuelo", en la liturgia de la Comunión en el Libro de Oraciones (Mt. 11:28; Jn. 3:16; 1T. 1:15; 1 Jn. 2:1,2), sabe más sobre la paz con Dios que el sabio ateniense. Lea los relatos de viajeros y misioneros fidedignos, sobre el estado de los paganos que nunca han oído el evangelio. Lea de los sacrificios humanos en África y las torturas voluntarias horribles de los devotos indostanos y recuerde que todo es resultado de una "sed" no aplacada y un anhelo ciego e insatisfecho de acercarse a Dios. Y entonces, aprenda a ser agradecido porque vive en un país como el suyo. ¡Ay, me temo que Dios tiene una contienda contra nosotros por nuestra ingratitud! Frío y muerto debe ser aquel corazón que puede estudiar las condiciones en África, china e Indostán y no agradecer a Dios porque vive en un país cristiano.