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viernes, 12 de marzo de 2010

NUESTRO PADRE - R C Sproul

Mi primera clase en Free University de Ámsterdam echó por tierra mi autocomplacencia académica. Fue un shock cultural, una prueba de contrastes que comenzó en el momento en que el profesor, el Dr. G.C. Berkouwer entró en la sala. Cuando apareció por la puerta, todos los estudiantes se pararon firmes mientras subía los peldaños del estrado, abría su cuaderno de notas y en silencio, asentía para que los estudiantes se sentaran. Entonces, comenzaba a dar su clase y los estudiantes, en un silencio sagrado, escuchaban obedientemente y tomaban notas durante una hora. Nadie se atrevió nunca a interrumpir o distraer al profesor atreviéndose a levantar la mano. La sesión estaba dominada por una sola voz: la voz a la que todos prestábamos atención.
Al terminar la clase, el profesor cerraba su cuaderno, descendía del estrado y se iba apresuradamente, no sin que antes los estudiantes se hubiesen puesto una vez más de pie en su honor. No había conversaciones, no había citas para después, no había cotilleos. Ningún estudiante se dirigió nunca al profesor excepto en los exámenes orales privados que estaban programados.
Cuando tuve mi primer examen de ese tipo estaba aterrorizado. Fui a la casa del profesor esperando pasar un calvario. Pero a pesar de lo exigente del examen, no lo fue. El doctor Berkouwer se mostró amable y acogedor. Como si fuera mi tío, me preguntó por mi familia. Se mostró muy preocupado por mi bienestar y me pidió que le preguntase lo que quisiera.
De cierta manera, esta experiencia fue como probar un poco del cielo. Naturalmente, el profesor Berkouwer era mortal; pero era un hombre con una inteligencia titánica y conocimientos de enciclopedia. Yo no me encontraba en su casa para enseñarle o para discutir con él: él era el profesor y yo el estudiante. Talvez no había nada del mundo de la teología que él pudiera aprender de mí, y aún así, me estuvo escuchando como si realmente pensase que yo podía enseñarle algo. Se tomaba muy en serio mis respuestas ante sus sagaces preguntas. Era como si un padre cariñoso le estaría preguntando cosas a su hijo.
Esta situación es la mejor analogía humana en la que puedo pensar para darle respuesta a la vieja pregunta de: Si Dios es soberano, ¿para qué hay que orar?

ATEÍSMO, RICHARD DAWKINS Y SU MEJOR ARGUMENTO - William Lane



Fuente: AndreMijail