Versículo para hoy:

martes, 10 de junio de 2025

SANTIDAD - J. C. RYLE (1816-1900)

    (a) En primer lugar, grabemos bien en nuestra mente que el ministerio cristiano es una institución bíblica. No cansaré al lector dándole citas bíblicas para dar prueba de lo que digo. Le recomiendo que sencillamente lea las Epístolas a Timoteo y a Tito, y forme su propio criterio. A mi modo de ver, si estas epístolas no autorizan un ministerio, las palabras carecen de significado. Formemos un tribunal de las primeras personas sin prejuicios, inteligentes, sinceras y sin intereses creados, y sentémoslas con un Nuevo Testamento a la mano para que investiguen y analicen esta pregunta: "¿Es el ministerio cristiano algo bíblico o no?" No tengo ninguna duda de lo que sería su veredicto.

    (b) En segundo lugar, grabemos bien en nuestra mente que el ministerio cristiano es una provisión sabia y útil de Dios. Asegura el mantenimiento regular de las ordenanzas de Cristo y de los medios de gracia. Proporciona un mecanismo subyacente para promover el despertar de los pecadores y la edificación de los santos. La experiencia enseña que los asuntos de todos terminan siendo los asuntos de nadie; y si esto es cierto en otros aspectos, no lo es menos en asuntos relacionados con la vida cristiana. Nuestro Dios es un Dios de orden, obra a través de medios, y no tenemos razón alguna para esperar que su causa se mantenga por medio de intervenciones milagrosas constantes, mientras sus siervos no hacen nada. Para que haya predicación de la Palabra sin interrupción, además de la administración de las ordenanzas, no puede haber un plan mejor que la designación de una orden regular de hombres que se entregan totalmente a los negocios de Cristo.

    (c) En tercer lugar, grabemos bien en nuestra mente que el ministerio cristiano es un privilegio honroso. Es un honor ser embajador de un rey; la persona designada a tal cargo es respetado y le es concedida inmunidad diplomática. Antes de la invención del telégrafo era un honor y una distinción codiciada, anunciar noticias como la de la victoria en Trafalgar y Waterloo. ¡Cuánto más grande honor es ser embajador del Rey de reyes, y proclamar la buena noticia de la victoria obtenida en el Calvario! (2 Co. 5:20). Servir directamente a tal Señor, anunciar semejante mensaje sabiendo que los resultados de nuestra obra, si Dios la bendice, son eternos, es sin lugar a dudas un privilegio. Otros pueden trabajar por una corona corruptible, en cambio, el siervo de Cristo por una incorruptible.

    Nunca un país está en peores condiciones que cuando los siervos de Cristo han causado que se ridiculice y desprecie su ministerio. Lo que dice Malaquías es tremendo: "Os he hecho viles y bajos ante todo el pueblo, así como vosotros no habéis guardado mis caminos" (Mal. 2:9). Pero, ya sea que los hombres escuchen o no, el puesto de un embajador fiel es honroso. Es digno de notar lo que dijo un anciano misionero a los noventa y seis años en su lecho de muerte: "Lo mejor de lo mejor que puede hacer el hombre es predicar el evangelio".

    Concluyo esta parte de mi tema con el pedido ferviente de que todos los que oran no dejen de elevar sus súplicas y oraciones intercesoras por los siervos de Cristo. Que nunca falte una buena medida de ellas aquí y en el campo misionero, de modo que estos se mantengan fieles en el evangelio y santos en su diario vivir, y que tengan cuidado de sí mismos y de la doctrina (1 Ti. 4:16).

    Ah, recordemos que mientras nuestro ministerio es honroso, útil y bíblico ¡es también uno de profunda y dolorosa responsabilidad! Atendemos a las almas "como quienes han de dar cuenta" de ellas (He. 13:17). Si las almas se pierden por nuestra infidelidad, su sangre será demandada de nuestra mano. Nuestra misión sería fácil si se tratara sólo de leer los servicios, administrar las ordenanzas, usar vestimentas especiales, conducir una serie de ceremonias, ejercicios, gestos y posturas. Pero aquello no es todo. Tenemos que entregar el mensaje de nuestro Señor, declarar todo el consejo de Dios (Hch. 20:27) y no guardarnos nada que sea provechoso. Si a nuestras congregaciones no les anunciamos toda la verdad podemos arruinar para siempre sus almas inmortales. La vida y la muerte están en poder de la boca del predicador. Con razón decía el apóstol: "¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!" (1 Co. 9:16).

    Pido una vez más que ore por nosotros. ¿Quién es suficientemente apto para la tarea? Recuerde el viejo dicho de los Padres de la Iglesia: "Nadie está en peor peligro espiritual que los pastores". Es fácil que nos critiquen y nos encuentren defectos. Tenemos este tesoro en vasijas de barro. Somos hombres con las mismas pasiones que todos y no somos infalibles. Ore por nosotros en estos días de pruebas, tentaciones y controversias, pida que a nuestra iglesia nunca le falten obispos y diáconos firmes en la fe, audaces como leones, "prudentes como serpientes, y sencillos como palomas" (Mt. 10:16). El mismo que dijo: "Me fue dada esta gracia de anunciar", dijo también en otra ocasión: "Orad por nosotros, para que la palabra del Señor corra y sea glorificada así como lo fue entre vosotros, y para que seamos librados de hombres perversos y malos porque no es de todos la fe" (2 Ts. 3:1, 2).

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