Para ilustrar esto, tomemos dos inmigrantes ingleses y supongamos que se asientan lado a lado en Nueva Zelanda o Australia. Les dan a ambos un terreno para desmontar y cultivar. Los dos terrenos miden lo mismo y son de la misma calidad. Les entregan los títulos oficiales como propietarios, estipulando claramente que es propiedad de ellos y sus descendientes para siempre. Finalmente, registran esos títulos de propiedad con las autoridades correspondientes y de todas las demás maneras ingeniadas por el hombre.
Supongamos que uno de ellos se pone a trabajar para desmontar su tierra y cultivarla, y trabaja en esto día tras día sin parar. Supongamos que, mientras tanto, el otro interrumpe constantemente su trabajo y acude repetidamente a la oficina del registro público de la propiedad para preguntar si la tierra es realmente de él, si no hay algún error, si, después de todo, los instrumentos legales que le fueron dados no tienen alguna falla.
El primero nunca duda de tener el título de su propiedad, sino que simplemente sigue trabajando. El otro nunca se siente seguro de su título y se pasa la mitad del tiempo en la oficina de catastro, haciendo preguntas innecesarias.
¿Cuál de estos dos hombres habrá progresado más en el lapso de un año? ¿Cuál de ellos habrá hecho más con su propiedad, habrá trillado más tierra, tendrá las mejores cosechas para mostrar y será el más próspero, en general?
Cualquiera, con un poco de sentido común, puede contestar esa pregunta. No tengo que dárselas yo. Sólo puede haber una respuesta. El que dedique total atención a sus tierras obtendrá siempre más éxito.
Sucede algo similar con la cuestión de nuestro título en las "mansiones celestiales". Nadie hará más por el Señor que lo compró, como el creyente que ve su título con claridad y no se distrae con incredulidades, dudas, cuestionamientos y vacilaciones. El gozo del Señor será la fortaleza de aquel hombre. Dice David: "Vuélveme el gozo de tu salvación... Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos" (Sal. 51:12,13).
Nunca han existido obreros cristianos como los apóstoles. Realmente, la obra de Cristo era su comida y su bebida. No contaban su propia vida como algo a qué aferrarse. Pusieron su libertad, salud y comodidad mundana al pie de la cruz. Y una gran razón de esto, creo, fue su esperanza segura. Eran hombres que podían decir: "Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno" (1 Jn. 5:19).
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