Versículo para hoy:

lunes, 30 de septiembre de 2024

SANTIDAD - J. C. RYLE (1816-1900)

 

Apelo solemnemente a todo el que lee estas páginas: ¿Cómo nos sentiremos en casa y felices en el cielo si morimos sin santidad? La muerte no obra ningún cambio. Cada uno volverá a vivir con el mismo carácter con el que dio su último suspiro. ¿Cuál será nuestro lugar si no conocemos ahora la santidad?

Supongamos por un momento que se le permitiera entrar al cielo sin santidad. ¿Qué haría? ¿De qué podría disfrutar allí? ¿A cuál de todos los santos se acercaría y al lado de quién se sentaría? Sus placeres no son los placeres de usted, ni sus gustos los gustos de usted, ni su carácter el carácter de usted. ¿Cómo podría ser feliz, si no fue santo en la tierra?

Quizás prefiere ahora la compañía de los superficiales y los indiferentes, los mundanos y los avaros, los parranderos y los que van tras los placeres, los impíos y los profanos. No habrá ninguno de ellos en el cielo.

Quizás cree ahora que los santos de Dios son demasiado estrictos, exigentes y serios. Prefiere evitarlos. No disfruta de su compañía. No habrá ninguna otra compañía en el cielo.

Quizás piense ahora que orar, leer la Biblia y cantar himnos es aburrido, triste y tonto, algo para ser tolerado de vez en cuando, pero no disfrutado. Considera al Día del Señor como una carga y cosa pesada; no podría pasar más que una porción pequeña del día adorando a Dios. Pero recuerde, el cielo es un Día del Señor sin fin. Los que allí viven no descansan de decir día y noche: "Santo, santo, santo, Señor Omnipotente" y de cantar alabanzas al Cordero. ¿Cómo podría, alguien que no es santo disfrutar de ocupaciones como éstas?

¿Cree usted que a alguien así le encantaría conocer a David, a Pablo y a Juan después de haber pasado toda la vida haciendo las cosas de las cuales ellos hablaban en contra? ¿Disfrutaría de dulces conversaciones con ellos, comprobando que tiene con ellos mucho en común? Sobre todo, ¿piensa usted que se regocijaría de conocer cara a cara a Jesús, el Crucificado, después de aferrarse a los pecados por los que él murió? Se pondría de pie ante él con confianza y se sumaría a la exclamación: "Éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación" (Is. 25:9). ¿No le parece que la lengua del hombre impío se le pegaría al paladar de pura vergüenza y que su único deseo sería que lo echaran de allí? Se sentiría como un extraño en una tierra desconocida, una oveja negra en medio del rebaño santo de Cristo. La voz de querubines y serafines, el canto de ángeles y arcángeles, y toda la compañía del cielo, sería un lenguaje que no podría comprender. El aire mismo del entorno le parecería tan diferente que no lo podría respirar.

No sé que opinarán los demás, pero a mí me resulta claro que el cielo sería un lugar muy desagradable para el que no es santo. Imposible que sea de otra manera. La gente puede decir, de un modo muy incierto, que "espera ir al cielo", pero no piensa en lo que dice. Tiene que haber cierta capacitación "...para participar de la herencia de los santos en luz" (Col. 1:12). Nuestros corazones tienen que armonizar con lo que es el cielo. Para alcanzar el refrigerio de gloria, tenemos que pasar por la escuela de la gracia que nos prepara para ello. Tenemos que tener pensamientos celestiales, gustos celestiales en la vida ahora, de lo contrario, nunca nos encontraremos en el cielo en la vida venidera.

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