Versículo para hoy:

martes, 20 de agosto de 2024

SANTIDAD - J. C. RYLE (1816-1900)

 

Y ahora, antes de seguir adelante, quiero mencionar brevemente dos pensamientos que parecen surgir con fuerza irresistible de este tema.

Autodegradación

Por un lado, les pido a mis lectores que observen las razones profundas que todos tenemos para  humillarnos y degradarnos a nosotros mismos. Sentémonos ante la figura del pecado que nos presenta la Biblia y consideremos qué criaturas tan culpables, viles y corruptas somos todos a los ojos de Dios. ¡Cuánta necesidad tenemos todos del cambio del corazón llamado regeneración, nuevo nacimiento o conversión! ¡Qué masiva es la debilidad e imperfección que se aferra al mejor ser humano en su mejor expresión! ¡Qué solemne es el pensamiento que dice que sin santidad "nadie verá al Señor"! (He. 12:14). ¡Qué razón tenemos de clamar con el publicano, cada noche de nuestra vida, cuando pensamos en nuestros pecados de omisión, al igual que los de comisión: "Dios, sé propicio a mí, pecador"! (Lc.18:13). ¡Qué admirablemente encajan las confesiones generales y de la comunión en el Libro de Oraciones, con la condición actual de todos los cristianos profesantes! ¡Qué divinamente adecuado es ese lenguaje para los hijos de Dios, que el Libro de Oraciones pone en la boca del cristiano antes de acercarse a la mesa de comunión: "El recuerdo de nuestras malas acciones nos son gravosas; la carga es intolerable: Ten misericordia de nosotros, ten misericordia de nosotros, Padre muy misericordioso; en el nombre de tu Hijo nuestro Señor Jesucristo, perdónanos por todo lo pasado"! ¡Cuán cierto es que, el santo más santo, es en sí un miserable pecador y necesitado de misericordia y gracia hasta el último momento de su existencia!

De todo corazón apoyo aquel pasaje en el Sermón sobre Justificación de Hooker, que comienza diciendo: "Consideremos las mejores cosas y las más santas que hacemos. Nunca estamos más comprometidos con Dios que cuando oramos; no obstante, muchas veces, cuando oramos, ¡cómo nos distraemos! ¡Qué poca reverencia demostramos hacia la gran majestad de Dios con quien hablamos! ¡Qué poco remordimiento sentimos por nuestras propias maldades! ¡Qué poco gusto sentimos de la influencia de sus tiernas mercedes! ¿No sucede que muchas veces no estamos deseosos de comenzar, como lo estamos de terminar, como si al decir él 'Invócame' (Sal. 50:15), nos hubiera dado una tarea muy difícil? Lo que digo puede parecer algo extremo; por lo tanto, que cada uno juzgue, como le indique su propio corazón, y no de ninguna otra manera; ¡haré sólo una demanda! Si Dios cediera ante nosotros, no como a Abraham (si hubiera podido encontrar cincuenta, cuarenta, treinta, veinte o aun diez buenas personas en la ciudad, por ellas esta ciudad no sería destruida) y, en cambio, nos hiciera una oferta así de grande: 1) Busque en todas las generaciones de hombres desde la caída de nuestro padre Adán, 2) Encuentren un hombre que haya surgido de él, que haya sido puro, sin mancha alguna y 3) Por la acción de ese único hombre, ningún ser humano ni ángel sufriría los tormentos preparados para ambos. ¿Les parece que este rescate para librar a hombres y ángeles podría encontrarse entre los hijos de los hombres, cuyas mejores cosas tienen algo en ellas que hay que perdonar?

Ese testimonio es verdadero. Por mi parte, estoy convencido de que cuanta más luz tenemos, más vemos lo pecaminoso que somos y cuanto más nos acercamos al cielo, más estamos revestidos de humildad. En cada era de la Iglesia encontraremos que es cierto, si estudiamos biografías, que los santos más eminentes, hombres como Bradford, Rutherford y M'Cheyne, veremos que invariablemente, han sido los hombres más humildes.

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