11. El trofeo más grande de Cristo
Pocos pasajes en el Nuevo Testamento son tan conocidos como el que encabeza este capítulo. Contiene la muy conocida historia del "ladrón arrepentido".
Y es apropiado y bueno que estos versículos sean bien conocidos. Han reconfortado a muchas mentes atribuladas, han dado paz a muchas conciencias intranquilas, han sido un bálsamo terapéutico que ha sanado a muchos corazones heridos, han sido medicina para muchas almas enfermas de pecado y han allanado las asperezas de muchos lechos de muerte. Dondequiera que se predique a Cristo, siempre serán honrados, amados y recordados.
Quiero comentar algunos puntos dignos de notar acerca de estos versículos. Trataré de presentar las principales lecciones que pretenden enseñar. No conozco la manera particular de pensar de las personas en cuyas manos pueda caer este escrito. Pero veo verdades en este pasaje que es imposible conocer demasiado bien. Aquí está el trofeo más grande que jamás se haya ganado Jesús.
I. El poder y disposición de Cristo de salvar al pecador
En primer lugar, su intención es que aprendamos de estos versículos acerca del poder y la disposición de Cristo de salar al pecador.
Esta es la doctrina principal para aprender de la historia del ladrón arrepentido. Nos enseña lo que debiera ser música para los oídos de todos los que la escuchan. Nos enseña que Jesucristo es "grande para salvar" (Is. 63:1).
Le pido a cualquier lector que diga si conoce de algún caso que parecía tener menos esperanza y ser más desesperante que el del ladrón arrepentido.
Era un hombre malvado, un malhechor y un ladrón, si no es que un asesino. Lo sabemos porque sólo esta clase de delincuentes eran crucificados. Estaba sufriendo un castigo justo por haber quebrantado las leyes. Y así como había vivido malvadamente, parecía seguro que así moriría porque cuando fue crucificado, al principio injuriaba a Jesús.
Y era un hombre al borde de la muerte. Allí estaba, clavado en una cruz de la cual nunca bajaría con vida. Ya ni siquiera tenía fuerzas para mover las manos ni los pies. Sus horas estaban contadas, lo esperaba el sepulcro. Sólo había un paso entre él y la muerte.