“Y no conocieron hasta que vino el diluvio y llevó a todos, así será también la venida del Hijo del hombre”. Mateo 24:39.
ESTE juicio fue universal. No se escapó ni el rico ni el pobre. Todos se hundieron en común ruina: el erudito y el iletrado; el admirado y el aborrecido; el religioso y el profano; el anciano y el joven. Algunos, sin duda, ridiculizaron al patriarca. ¿Dónde están ahora sus burlonas carcajadas? Otros lo amenazaron por su celo, que consideraron locura. ¿Dónde están ahora sus palabras ofensivas y jactanciosas? El crítico que juzgó la obra del anciano está anegado en el mismo mar que oculta a sus burlones compañeros. Los que hablaron en términos elogiosos de la lealtad que Noé mostró a sus convicciones, pero no las hicieron suyas, se hundieron para no levantarse jamás; y los operarios que, por sueldo, ayudaron a construir la maravillosa arca, se perdieron también para siempre. El diluvio los barrió a todos, sin hacer ninguna excepción. Así también, fuera de Cristo, una segura destrucción aguarda a todo hombre nacido de mujer. Ni la posición social, ni las posesiones, ni la fama serán suficientes para salvar a una sola alma que no crea en el Señor Jesús. ¡Alma mía, contempla este juicio universal y tiembla al pensar en él!
¡Causa admiración la apatía de los contemporáneos de Noé! Comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento hasta que llegó el espantoso día. Ni un solo hombre prudente quedó fuera del arca. La insensatez había embaucado a todos los seres humanos que estaban en la tierra; era la más insensata de todas las insensateces: la que lleva al hombre a descuidar su propia preservación. Era la insensatez de dudar del verdadero Dios, la más necia de todas las necedades. ¿No es extraño, alma mía? Todos los hombres descuidan sus almas hasta que la gracia les da entendimiento. Es entonces y sólo entonces cuando los hombres dejan su insensatez y actúan como seres racionales.
Todos, bendito sea Dios, estaban seguros en el arca; ninguna ruina entró en ella. Desde el corpulento elefante hasta el ratoncito, todos estaban seguros. Todos están seguros en Jesús. Alma mía, ¿estás tú en él?
Charles Haddon Spurgeon.