No pretendo ser mejor que los demás y si alguno pregunta: "¿Quién es usted, que escribe de esta manera?" Contesto yo: "No soy más que una muy pobre criatura". Pero digo que no puedo leer la Biblia sin anhelar ver que más creyentes sean más espirituales, más santos, más enfocados, que piensen más en el cielo, que estén más consagrados de lo que están ahora. Quiero ver entre los creyentes un espíritu más como el de un peregrino, más apartados del mundo, una conversación más evidentemente celestial, un andar más íntimo con Dios y por eso he escrito como lo he hecho.
¿No es cierto que necesitamos una norma superior de santidad personal en este tiempo? ¿Dónde está nuestra paciencia? ¿Dónde está nuestro celo? ¿Dónde está nuestro amor? ¿Dónde están nuestras obras? ¿Dónde se puede ver el poder de la fe cristiana, como se vio en el pasado? ¿Dónde está aquel tono inconfundible que solía distinguir a los santos del pasado y que sacudía al mundo? Ciertamente nuestra plata se ha convertido en escoria, nuestro vino se ha mezclado con agua y nuestra sal tiene muy poco sabor. Todos estamos más que medio dormidos. La noche ha pasado y ya viene la mañana. Despertemos y dejemos de dormir. Abramos más nuestros ojos de lo que hemos hecho hasta ahora, "despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia", "limpiémonos de toda contaminación de carne y espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios" (He. 12:1; 2 Co. 7:1). "Habiendo muerto Cristo", dice Owen, "¿vivirá el pecado? ¿Fue él crucificado en el mundo y serán nuestros sentimientos hacia el mundo entusiastas y vivaces? ¡Oh! ¿Dónde está el espíritu de aquel por quien el mundo ha sido crucificado para él y él para el mundo?" (Gá. 6:14).
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