"La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón", (Juan 14:27).
Siempre que enfrentamos dificultades, somos tentados a culpar a Dios. Pero nosotros somos quienes
estamos equivocados, no Él. Culparlo a Él demuestra que estamos desobedeciendo, y que hay algo en
nuestra vida que no queremos dejar. Pero tan pronto lo abandonamos, todo se vuelve tan claro como la
luz del día. Mientras estemos tratando de servir a dos señores a la vez, a nosotros mismos y a Dios, las
dificultades se combinarán con la duda y la confusión. Nuestra actitud debe ser de completa confianza en
el Señor. Una vez que llegamos a ese punto, no hay nada más fácil que vivir la vida de un santo. La
dificultad viene cuando tratamos de usurpar la autoridad del Espíritu Santo para satisfacer nuestros
propios intereses.
Cuando obedeces a Dios, la paz es su sello de aprobación. Él envía una paz profunda e indescriptible; no
la natural, es decir, como el mundo la da, sino la paz de Jesús. Siempre que falte la paz, espérala hasta que
llegue, o averigua por qué te falta. Si estás actuando por impulso, o por un sentido de lo heroico para que
los demás te vean, la paz de Jesús no se manifestará en ti. Esto, a su vez, implica que no hay sencillez ni
confianza en Dios, porque dicha actitud nace del Espíritu Santo, no de tus decisiones. Dios contrarresta
nuestras decisiones obstinadas con un llamamiento a la sencillez y a la comunión con Él.
Mis preguntas surgen cuando comienzo a desobedecer. Pero cuando obedezco al Señor, los problemas
nunca se interponen entre Él y yo, y se presentan como un medio para que mi mente continúe examinando
asombrada la verdad revelada de Dios. Cualquier problema que se interponga en nuestra relación tiene su
origen en la desobediencia. Cualquier problema - y habrá muchos - que surja mientras lo estoy
obedeciendo a Él, aumentará mi gozo profundo porque sé que a mi Padre le interesa y lo conoce.
Entonces, yo estaré atento y podré ver cómo lo solucionará.
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