“Si me amáis, guardareis mis mandamientos”, Juan 14:15
El Señor nunca insiste en nuestra obediencia. Nos dice enfáticamente lo que debemos hacer, pero nunca
toma medidas para obligarnos a hacerlo. Debemos obedecerlo por la unidad del Espíritu con él. Por esta razón, siempre que el Señor hablaba del discipulado empezaba con un “si”, queriendo decir: "No lo
hagas, si no quieres".... "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo...", Lucas 9:23. En
otras palabras: "Para ser mi discípulo debes cederme tu derecho sobre ti mismo”. El Señor no está
hablando de nuestra posición eterna, sino de serle útiles en esta vida, es decir, aquí y ahora. Por eso nos
parece tan severo (ver Lucas 14:26). Nunca interpretes estas palabras separándolas de aquel que las
pronunció.
El Señor no me da reglas, pero su parámetro es muy claro. Si mi relación con Él es de amor, haré sin
vacilar lo que me dice. Si titubeo, es porque amo a alguien a quien he puesto a competir con él, es decir,
yo mismo. Jesucristo no me obligará a obedecerlo, pero lo debo hacer. Y tan pronto lo hago, cumplo mi
propósito espiritual. Mi vida personal puede estar colmada de pequeños incidentes sin importancia,
totalmente inadvertidos e insignificantes. Pero si obedezco a Jesucristo en las circunstancias
aparentemente fortuitas, éstas se convertirán en pequeños orificios a través de los cuales veo el rostro de
Dios. Y cuando me halle cara a cara con él, descubriré que por mi obediencia miles fueron bendecidos.
Cuando la redención divina llega hasta el punto de la obediencia en un ser humano siempre es productiva.
Si obedezco a Jesucristo, la redención de Dios fluirá a través de mí hacia otras vidas, porque detrás de
este acto de obediencia está la realidad del Dios Todopoderoso.
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