"Y le dijo: Por mí
mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto,... de cierto te bendeciré..."
Génesis 22:16-17
Abraham llegó al lugar donde entró en contacto con la propia naturaleza divina, donde entendió la realidad de Dios.
"Mi meta es Dios mismo... A cualquier costo, querido Señor, sin que importe el camino".
La frase anterior implica que nos sometemos a la forma en que Dios nos lleve hasta la meta. No hay posibilidad de controversia cuando Dios habla, si Él se dirige a su propia naturaleza en mí; el único resultado es la obediencia instantánea. Cuando Jesús dice: "Ven", yo sencillamente voy, cuando dice: "Suelta eso", lo suelto; cuando dice: “confía en Dios en esta situación", confío. Todos estos resultados son la evidencia de que la naturaleza de Dios está en mí.
Mi carácter y no el de Dios, es el que determina que Él me dé una revelación de sí mismo. "Soy mezquino y por eso con frecuencia tus caminos me parecen mezquinos". Por la disciplina de la obediencia logro el nivel que alcanzó Abraham, y veo quién es Dios. Nunca tengo al Dios verdadero hasta que estoy cara a cara ante Él por medio de Jesucristo. Después de esto sé que "en todo el mundo, mi Dios, no hay nadie sino Tú". Las promesas del Señor no tienen ningún valor para nosotros hasta que, debido a la obediencia, comprendemos la naturaleza divina. Podemos leer algunos pasajes bíblicos todos los días durante un año, pero no nos dicen nada. Luego, de manera súbita, vemos lo que Dios quiere decir porque lo hemos obedecido en algún pequeño detalle. Entonces, de inmediato Él nos revela su naturaleza. Porque todas las promesas de Dios "son en el «sí», y en él “Amén”...", (2 Corintios 1:20) El sí debe nacer de la obediencia. Cuando por la obediencia ratificamos una promesa diciendo: "Amén" o "así sea", esa promesa se vuelve nuestra.
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