En ocasiones, Dios nos llama a derramar lágrimas (Eclesiastés 3:4); lo cual equivale a un llamamiento a la empatía, a una vicaria e intercesora identificación con otros. Entonces, debemos asegurarnos de orar en primera persona del plural y no en tercera; tenemos que identificarnos con los que están en necesidad, en vez de condenarlos y acusarlos. En lugar de pedir: “Señor, perdónalos por ser tan fríos”, deberíamos orar diciendo: “Señor, perdónanos como iglesia por estar tan apagados; ayúdanos a amar más, a orar más, a ser más eficaces para ti…”
Hay varias razones por las cuales creo que la situación actual de nuestro mundo requiere lágrimas:
Deberíamos llorar porque la humanidad ha dejado a Dios. Las naciones se han olvidado de El (Salmo 9:17); no quieren retener el conocimiento del Señor (Romanos 1:28); muestran desprecio por la constante benignidad, tolerancia y paciencia de Dios (Romanos 2:4); a menudo se endurecen a causa de los juicios divinos y por el hecho de segar lo que han sembrado (Romanos 2:5; Apocalipsis 16:21). Por estas razones deberíamos llorar por nuestro mundo, clamando: “¡Señor, perdona a nuestra raza desobediente!
Deberíamos llorar porque el pecado se multiplica. Los malos hombres están yendo de mal en peor, engañando y siendo engañados (2 Timoteo 3:13). Los pecados enumerados en 2 Timoteo 3:1-5 resultan demasiado evidentes: el amor al yo antes que a Dios, la vanagloria, la soberbia, la blasfemia, la desobediencia a los padres, la ingratitud, la impiedad, la falta de afecto natural, la implacabilidad, la calumnia, la intemperancia, la crueldad, el aborrecimiento de lo bueno, la traición, la impetuosidad, la infatuación y el amor a los deleites más que a Dios. Todas estas cosas, combinadas con los pecados groseros de la perversión sexual, las violaciones y la pornografía han endurecido nuestra conciencia nacional. El crimen se ha extendido; y el terrorismo, el sadismo y la crueldad calculada han alcanzado proporciones inimaginables. La guerra es todavía más terrible, y la paz parece siempre precaria. El hombre da la impresión de estar al borde de destruirse a sí mismo… ¿Qué podemos hacer sino clamar con lágrimas en los ojos: “¡Señor, ten misericordia de nuestra raza pecadora!”?
Deberíamos llorar porque como iglesia estamos demasiado apagados y faltos de poder. Podemos dar gracias a Dios por los creyentes consagrados que hay en muchas partes del mundo, y por lo que El está haciendo a través de ellos; pero el mundo ha perdido el respeto por la Iglesia Cristiana en general, ya que no proporcionamos a Dios la gloria que debiéramos.
Tenemos “nombre de que vivimos”, pero muy a menudo estamos espiritualmente muertos (Apocalipsis 3:1). Nos falta ese poder que debiera ser testimonio al mundo de espiritualidad y devoción (2 Timoteo 3:5). Se percibe asimismo una desviación o un abandono de la sana doctrina, y las sectas falsas se multiplican (2 Timoteo 4:3,4). Con demasiada frecuencia, nuestra condición espiritual está representada por la iglesia de Laodicea: no nos damos cuenta de lo espiritualmente tibios, miserables, pobres, ciegos y desnudos que estamos para Dios (Apocalipsis 3:17). ¡Qué pequeño porcentaje de buenas iglesias evangélicas se caracterizan realmente por el avivamiento, la ganancia constante de nuevas almas por la mayoría de los miembros y la participación sacrificial en la empresa misionera! Necesitamos llorar por nosotros mismos, y pedirle a Dios: “¡Señor, avívanos otra vez!”.
Deberíamos llorar porque siendo el pueblo de Dios estamos dormidos. “Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño… La noche está avanzada, y se acerca el día” (Romanos 13:11, 12). Es vergonzoso que hayamos estado durmiendo en tiempo de siega (Proverbios 10:5). Hemos perdido en gran medida la pasión de testificar y de ganar almas que caracterizaba a la Iglesia primitiva; nos alteran los pecados flagrantes, pero no nos sentimos inquietados por aquellos cristianos que jamás han ganado un alma para Cristo, por esos otros cuya oración gira en su mayor parte en torno a ellos mismos y que raras veces lloran por el mundo. Ante nosotros tenemos las mieses mayores y más blancas que haya habido desde Pentecostés, y sin embargo llevamos una vida como si nada pasara. Tendemos a jugar a la iglesia o a considerar las misiones como un mero pasatiempo en lugar de cómo la mayor tarea del cuerpo de Cristo ¡Quiera Dios movernos a las lágrimas! “¡Señor, despiértame, y avívanos vez tras vez a mí y a mi iglesia!”
Deberíamos llorar por lo cerca que está la segunda venida de Cristo y lo incompleto de nuestra labor. Entre las condiciones que se indican en las Escrituras como previas al regreso de nuestro Señor, sólo parece faltar una: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14). El gran encargo que Jesús dio a sus discípulos congregados como representación de la iglesia de todas las edades, fue el de llegar la mundo entero; sin embargo, probablemente una cuarta parte de toda la gente del planeta jamás ha oído siquiera el nombre de Jesucristo, mientras que la mitad no podrá tomar una decisión inteligente en cuanto a recibirle como Salvador personal. Las frías estadísticas tal vez no nos conmuevan; pero deberíamos recordar que cada número representa a un individuo real que habrá de pasar la eternidad ya sea en el cielo o en el infierno.
Fragmento tomado del libro CAMBIE EL MUNDO A TRAVES DE LA ORACION de Wesley L. Duewel