(3) La verdadera santificación no consiste de un formalismo externo ni de una devoción externa. Esta es una enorme fantasía, pero lamentablemente muy común. Miles de religiosos se imaginan que la verdadera santidad puede verse en una cantidad excesiva de religiosidad exterior: Asistir constantemente a los cultos de la iglesia, participar en la Cena del Señor, observar días de ayuno y de los santos, hacer múltiples reverencias, giros, gestos y asumir ciertas posturas durante el culto público como señales de austeridad y de supuestos sacrificios, en usar ropa rara, usar estampas y cruces. Admito sin problemas que algunos hacen estas cosas por motivos de conciencia y creen realmente que son de ayuda para sus almas. Pero me temo que, en muchos casos, esta religiosidad exterior se convierte en un sustituto de la santidad interior y estoy seguro de que está lejos de obrar la santificación del corazón. Sobre todo, cuando veo que muchos seguidores de este estilo formal, exterior y sensual, son mundanos y se dejan llevar por sus pompas y vanidades sin tener vergüenza, siento que se necesita hablar muy claramente sobre el tema. Puede haber una cantidad inmensa de "religiosidad exterior", donde no hay ni un ápice de verdadera santificación.
(4) La santificación no consiste en retirarnos de nuestro lugar en la vida, ni en la renunciación de nuestros deberes sociales. En todas las épocas, muchos individuos han caído en esta trampa con la intención de buscar santidad. Cientos de ermitaños se han desterrado a algún desierto y miles de hombres y mujeres se han enclaustrado en monasterios y conventos con la idea fútil de que, al hacerlo, escapan del pecado y se convierten en santos insignes. Han olvidado que no hay candados ni barras que puedan impedir la entrada al diablo y que, dondequiera que vayan, llevan la raíz de todos los males: Sus propios corazones. Convertirse en monje o en monja, enclaustrarse en una Casa de Misericordia, no es el camino superior a la santificación.
La verdadera santidad no lleva al cristiano a evitar las dificultades, sino a que las encare y venza. Cristo quiere que su pueblo demuestre que su gracia no es meramente planta de invernadero, que sólo puede prosperar si está resguardada, sino algo fuerte y resistente que puede prosperar en cada relación de la vida. Es cumplir nuestro deber en esa condición, a la cual Dios nos ha llamado -como sal en medio de la corrupción y luz en medio de la oscuridad-, el elemento principal de la santificación. No se trata del hombre que se esconde en una cueva, sino del hombre que glorifica a Dios como amo o siervo, padre o hijo, en la familia o en la calle, en los negocios y los oficios, que es el tipo bíblico del hombre santificado. Nuestro Maestro mismo dijo en su última oración por sus discípulos: "No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal" (Jn. 17:15).
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