"He aquí, el velo del templo se rompió en dos, de alto a bajo". Mateo 27.51
No fue un milagro insignificante el que se obró en el rompimiento de un velo tan fuerte y grueso, pero no se realizó meramente como una exhibición de poder, pues se nos enseña aquí muchas lecciones. La antigua ley de ceremonias fue abolida, y como un vestido gastado, fue rota y puesta a un lado. Cuando Jesús murió, todos los sacrificios terminaron, pues todos quedaron cumplidos en él y en consecuencia, el lugar donde esos sacrificios eran presentados, fue marcado con una señal evidente de decadencia. Aquella rasgadura también reveló todas las cosas ocultas de la antigua dispensación. Ahora podía verse el propiciatorio, y la gloria de Dios brillaba sobre él. Por la muerte del Señor Jesús tenemos una clara revelación de Dios, pues él "no era como Moisés que ponía un velo sobre su faz". Vida e inmortalidad salen ahora a la luz, y cosas ocultas desde la fundación del mundo son manifiestas en él. La ceremonia anual de la expiación fue así abolida. La sangre de la expiación, que una vez por año era rociada dentro del velo, fue ahora ofrecida una vez por todas, por el gran Sumo Sacerdote, y por lo tanto, el lugar del rito simbólico fue derribado. Ahora no se necesitan más bueyes ni ovejas, pues Jesús ha entrado dentro del velo con su propia sangre. Por lo tanto, ahora se permite el acceso a Dios, siendo este el privilegio de cada creyente en Cristo Jesús. No hay siquiera una pequeña abertura por la que podamos ver el propiciatorio, excepto la ruptura que se extiende de alto a bajo. Podemos acercarnos con confianza al trono de la gracia celestial. ¿Caeremos en error si decimos que la abertura del lugar santísimo, hecha en esta manera maravillosa por el postrer clamor de nuestro Señor, era una figura de la abertura de las puertas del paraíso para todos los santos, en virtud de la pasión?
Nuestro sangrante Señor tiene las llaves del cielo; Él abrió y ninguno puede cerrar.
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