ES este un modo singular de comenzar un versículo: “En aquel tiempo respondió Jesús”. Si observas el contexto no podrás ver señales de que alguna persona le haya preguntado algo o que él haya estado conversando con alguien. No obstante, está escrito: “Jesús respondió y dijo: Te alabo, Padre”. Cuando un hombre responde, responde a una persona que ha estado hablando. ¿Quién, pues, ha hablado a Cristo? ¿Su Padre? Sin embargo, no hay indicio de ello. Esto debiera enseñarnos que Jesús tuvo siempre constante comunión con su Padre, y que Dios habló a su corazón tan frecuentemente, que la presente no era una circunstancia tan extraordinaria como para ser recordada. Conversar con Dios constituía el hábito y la vida de Jesús. Como Jesús era en este mundo, así somos nosotros. Aprendamos, pues, la lección que esta simple declaración acerca de él nos enseña. Tengamos, además, silencioso compañerismo con el Padre, de manera que podamos responderle frecuentemente, y aunque el mundo no sepa a quién hablamos, podamos nosotros responder a aquella voz secreta, desconocida sí para otros oídos, mas no para los nuestros, que, abiertos por el Espíritu de Dios, la reconocen con gozo. Dios nos ha hablado; hablémosle nosotros a él, ya para certificar que Dios es veraz y fiel a sus promesas, ya para confesar el pecado del que el Espíritu Santo nos ha convencido, ya para reconocer el perdón que nos ha dado o ya para expresar nuestro asentimiento a las grandes verdades que el Espíritu Santo ha declarado a nuestro entendimiento. ¡Qué privilegio es tener íntima comunión con el Padre de nuestros espíritus! Es este un secreto oculto para el mundo, un gozo en el cual ni aun los más íntimos amigos se inmiscuyen. Si deseamos oír los susurros del amor de Dios, nuestros oídos deben estar purificados y dispuestos a oír su voz. Que en esta misma tarde nuestros corazones puedan hallarse en tal condición, que cuando Dios nos hable, nosotros, a semejanza de Jesús, podamos estar preparados para responderle enseguida.
Charles Haddon Spurgeon.
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