“En él se alegrará nuestro corazón”. Salmo 33:21
ES bendito el hecho de que el cristiano puede regocijarse aun en la angustia más profunda. Aunque lo cerque la aflicción, canta; y, a semejanza de muchos pájaros, canta mejor cuando está en una jaula. Quizá lo arrollen las olas, pero su alma pronto surgirá y verá la luz del rostro de Dios. Está poseído de un espíritu de alegría que conserva siempre su cabeza sobre el agua, y lo ayuda a cantar en medio de la tempestad: “Cristo está conmigo”. ¿A quién se dará la gloria? ¡A Jesús!, pues esta alegría viene de él. La aflicción no lleva por sí misma, necesariamente, consolación al que cree, pero la presencia del Hijo de Dios en el horno ardiente, donde él está, llena de gozo su corazón. El creyente está enfermo y sufre, pero Jesús lo visita y ablanda su cama. Está agonizando, y las frías aguas del Jordán le van subiendo hasta el cuello, pero Jesús le pone sus brazos en su hombro y le dice: “No temas, amado; morir es ser bienaventurado; las aguas tienen en el cielo su fuente principal. No son amargas, sino dulces como néctar, pues fluyen del trono de Dios”. Cuando el santo que fallece vadea el río, y las olas se agolpan en su derredor, y el corazón y la carne lo abandonan, suena en sus oídos la misma voz: “No temas, porque yo soy contigo; no desmayes, que yo soy tu Dios”. A medida que se acerque a los umbrales del infinito ignoto, y se sienta casi espantado de entrar en la región de las sombras, Jesús le dice: “No temas, pues al Padre le ha placido darte el reino”. Fortalecido y consolado de esta manera, el creyente no teme morir; al contrario, está deseando partir, pues desde que vio a Jesús como la estrella de la mañana, ansía contemplarlo como el sol en su esplendor. En verdad, la presencia de Jesús es todo el cielo que podemos desear.
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