“Cualquiera pues, que me confesare delante de los hombres, le confesaré yo
también delante de mi Padre, que está en los cielos”.
¡Preciosa promesa! Me es
un gran gozo confesar a mi Señor. Sean lo que fueren mis faltas, no me
avergüenzo de Jesús, ni temo declarar las doctrinas de su cruz. ¡Oh, Señor! No
he escondido tu justicia en mi corazón.
¡Cuán buena es la vista
que el versículo descubre delante de mí! Los amigos nos desamparan y los
enemigos triunfan, pero el Señor no negará a su siervo. Sin duda mi Señor me
reconocerá aun aquí, y me dará nuevas señales de su consideración benigna. Pero
vendrá un día cuando estaré delante del Padre. ¡Qué gozo es pensar que Jesús me
confesará entonces! Él dirá: “Este verdaderamente confió en mí, y estaba pronto
a ser vituperado por amor de mi nombre; por lo tanto le reconozco como mío”. El
otro día un hombre fue hecho caballero, y la reina le dio la insignia adornada
con piedras preciosas; ¿pero qué valor tienen tales honores? Será una honra que
sobrepuja a todas las honras cuando el Señor Jesús nos confiese en la presencia
de la Divina Majestad en los cielos. Que nunca tenga yo vergüenza de confesar a
mi Señor. Que nunca consienta yo en guardar un silencio cobarde o permita un
compromiso apocado. ¿Me avergonzaré de confesar a Aquél que ha prometido
reconocerme?
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