PREFACIO de la Segunda Edición publicada en Argentina por Librería Editorial Cristiana S.R.L. - Septiembre de 1956.
Traducido del inglés por Claudia Chesterman
Una
promesa de Dios puede muy bien compararse a un cheque a la orden de quien lo
recibe. Se ha dado al creyente con la mira de otorgarle algún bien. No se le ha
dado para que la lea tranquilamente, y nada más. No; el creyente debe tratar la
promesa como una cosa real, como un hombre trata un cheque.
Debe tomar a la promesa y poner su firma al pie de ella,
recibiéndola personalmente como verdadera. Debe aceptarla como suya por
la fe. Debe firmar que Dios es verdadero, y verdadero en cuanto a aquella
promesa especial. Debe ir más allá, y creer que la bendición es suya, pues que
tiene la promesa segura de ella, y, por tanto, pone su nombre debajo para testificar
que recibe la bendición.
Hecho esto, debe presentar la promesa al Señor, como
un hombre presenta un cheque en el Banco. Debe invocarla por la oración,
esperando que será cumplida. Si acude al Banco celestial en la fecha debida,
recibirá al punto la cantidad señalada. Si no hubiera llegado todavía la fecha
del pago, deberá esperar pacientemente hasta que llegue; pero, entretanto, debe
considerar la promesa como dinero, porque hay la completa seguridad de que el
Banco pagará en su fecha.
Algunos dejan de poner la firma de la fe en el cheque, y
no obtienen nada; otros ponen la firma, pero no presentan el cheque, y tampoco
reciben nada. No es culpa de la promesa, sino de los que no actúan con ella de
una manera sensata y práctica.
Dios no ha dado palabra que no cumpla, ni alentado
esperanza que no realice. Para ayudar a mis hermanos a creer esto, he preparado
este librito. La vista de las promesas mismas es buena para los ojos de la fe;
cuanto más estudiamos las palabras de gracia, más gracia obtenemos de las
palabras. A los versículos alentadores de las Escrituras he añadido mi propio
testimonio, el fruto de pruebas y experiencias. Creo todas las promesas de
Dios; pero muchas de ellas no sólo las creo, sino que las he probado y
comprobado. He visto que son verdaderas, porque me han sido cumplidas. Esto
espero será alentador para los jóvenes, y no sin solaz para los viejos. La
experiencia de un hombre puede ser de grandísima utilidad para otro; por eso un
hombre de Dios en la antigüedad escribió: “Busqué al Señor, y Él me oyó”; y en
otro lugar: “Este pobre clamó al Señor, y Él lo oyó”.
Quiera el Espíritu Santo, el Consolador, inspirar nueva
fe al pueblo del Señor. Yo sé que, sin su poder divino, todo lo que yo diga
será inútil; pero bajo su influencia vivificadora, aún el testimonio más
humilde corroborará rodillas vacilantes y fortalecerá manos caídas. Dios es
glorificado cuando sus siervos confían en Él implícitamente. No podemos ser
demasiado hijos de nuestro Padre Celestial. Nuestros niños no dudan de nuestra
voluntad o poder, una vez que les hemos hecho una promesa; se gozan esperando
su cumplimiento, dándola por tan segura como el sol que nos alumbra. ¡Ojalá que
muchos lectores míos, a quienes no conozco, descubran el deber y la delicia de
tal confianza filial en Dios al leer el trocito que les he preparado para cada
día del año!
C. H. SPURGEON
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