Evidencias al borde de la muerte
Es triste oír lo que la gente habla, a veces, de lo que llaman evidencias en el lecho de muerte. Es muy penoso observar con qué poco se satisfacen algunas personas y qué fácilmente se pueden convencer a sí mismos de que sus amigos se han ido al cielo.
Cuando su pariente ha muerto, comentan: "Dijo una oración tan hermosa un día, habló tan bien de que estaba arrepentido por sus viejas costumbres y su intención de vivir de una manera distinta en este mundo, o que le gustaba que alguien le leyera o que orara por él". Y como tienen esto para alegar, ¡parecen estar tranquilos teniendo la esperanza de que su ser querido fue salvo! Probablemente el nombre de Cristo nunca fue mencionado, tal vez tampoco se mencionó en ningún momento el camino de salvación. ¡Pero esto no les importa, si habló de algo aparentemente espiritual, con eso se contentan!
Ahora bien, no es mi deseo lastimar a nadie que lee este escrito, pero tengo que hablar claramente sobre este tema.
Quiero decir, de una vez por todas que, por regla general, no hay nada más insatisfactorio que las evidencias en el lecho de muerte. Se puede depender muy poco de los sentimientos que el hombre expresa cuando está enfermo y asustado. Con frecuencia, demasiada frecuencia, son el resultado del temor y no surgen de una convicción del corazón. Con frecuencia, demasiada frecuencia, son cosas dichas de memoria, habiéndolas escuchado de boca de pastores y de amigos preocupados, no porque él mismo las sienta. Y no hay prueba más fuerte de esto que el hecho bien sabido de que muchas de las personas que prometen reformarse cuando están enfermas y por primera vez hablan de algo espiritual, si se recuperan, vuelven a su pecado y al mundo.
Cuando alguien ha vivido una vida irreflexiva e insensata, quiero algo más que unas lindas palabras y buenos augurios cuando está en su lecho de muerte como para convencerme acerca de la condición de su alma. No me basta con que me deje leerle la Biblia y orar junto a su cama o que diga que "no había pensado tanto como debiera acerca del evangelio y que le parece que va a ser un hombre distinto si se mejora". Nada de esto me contenta, no me hace sentir tranquilo en cuanto a su estado. Está bien en lo que cabe, pero no es una conversión. Está bien en un sentido, pero no es fe en Cristo. No puedo ni me atrevo a sentirme satisfecho. Otros pueden sentirse tranquilos, si quieren, y decir que esperan que su amigo fallecido esté en el cielo. Por mi parte, preferiría quedarme callado. Estaría satisfecho con la medida más pequeña de arrepentimiento y fe del moribundo, aunque no fuera más grande que un grano de mostaza. Pero contentarme con cualquier cosa menor que arrepentimiento y fe, me parece casi una infidelidad.
¿Qué clase de evidencias piensa dejar usted acerca del estado de su alma? Siga el ejemplo del ladrón arrepentido y le irá bien.
Cuando lo pongan en su ataúd ¿será que tendrán que buscar palabras sin sentido y sobras de espiritualidad a fin de alegar que fue un verdadero creyente? No tengan que comentar vacilantes: "Espero que esté feliz. Un día habló tan lindo y, en otra ocasión parecía tan complacido con aquel capítulo de la Biblia y decía que le gustaba tal o cual persona que es buena gente". Ojalá podamos hablar con seguridad acerca de la condición de usted. Ojalá tengamos alguna prueba segura de su arrepentimiento, su fe y su santidad de modo que nadie, en ningún momento, pueda cuestionar su condición. Tenga por seguro que sin esto, los que deja atrás no podrán tener un consuelo fehaciente acerca de su alma. Podemos valernos de una forma de religión en su funeral y expresar esperanzas benévolas. Podemos encontrarnos con usted a la entrada del cementerio y decir: "Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor" (Ap. 14:13). ¡Pero esto no alterará su condición! Si muere sin convertirse a Dios, sin arrepentimiento y sin fe, su funeral no será más que las exequias de un alma perdida y mejor sería que nunca hubiera nacido.