Versículo para hoy:

jueves, 26 de septiembre de 2024

SANTIDAD - J. C. RYLE (1816-1900)

 

(d) Tenemos que ser santos porque ésta es la única prueba de que amamos sinceramente al Señor Jesucristo. Éste es un punto del cual él habló con total claridad en los capítulos catorce y quince de Juan. "Si me amáis, guardad mis mandamientos". "El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama". "El que me ama, mi palabra guardará". "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando". (Jn. 14:15, 21, 23; 15:14). Sería difícil encontrar palabras más claras que estas y ¡ay de aquellos que las hacen a un lado! El alma del hombre que puede pensar en todo lo que sufrió Jesús y aun así aferrarse a los pecados por los cuales sufrió, está enferma. Fue el pecado el que entretejió la corona de espinas. Fue el pecado el que traspasó las manos y los pies de nuestro Señor e hirió su costado. Fue el pecado lo que lo llevó a Getsemaní y al Calvario, a la cruz y al sepulcro. ¡Qué fríos deben estar nuestros corazones si no aborrecemos el pecado y nos esforzamos por librarnos de él, aunque tengamos que amputarnos la mano derecha y arrancarnos el ojo derecho!

(e) Tenemos que ser santos, porque serlo, es la única evidencia fidedigna de que somos verdaderos hijos de Dios. Los hijos de este mundo, generalmente, son como sus padres. Algunos, sin duda, lo son más y otros lo son menos, pero rara vez sucede que no se pueda rastrear algún parecido familiar. Y sucede lo mismo con los hijos de Dios. El Señor Jesucristo dice: "Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais". "Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais" (Jn. 8:39, 42). Si los hombres no se parecen en nada al Padre celestial, es en vano hablar de que son sus "hijos". Si nada sabemos de santidad, podemos engañarnos todo lo que queramos, pero el Espíritu Santo no mora en nosotros: Estamos muertos y necesitamos que nos vuelvan a la vida. Estamos perdidos y tenemos que ser encontrados. "Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, ..." y, sólo ellos, "...son hijos de Dios" (Ro. 8:14). Tenemos que mostrar por nuestra manera de vivir a qué familia pertenecemos. Tenemos que dejar que los hombres se den cuenta por nuestra manera de hablar, que somos realmente hijos del Santísimo, de otro modo "hijo", no es más que un nombre sin sentido. "No digas", dice Gurnall, "que tienes sangre real en tus venas y que eres nacido de Dios, a menos que puedas probar tu realeza por atreverte a ser santo".

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