El pecado en la vida del creyente
Después de lo dicho, estoy convencido de que la prueba más grande de la extensión y el poder del pecado, es lo pertinaz que es en aferrarse al hombre, aun después de que este se ha convertido y es el objeto de las operaciones del Espíritu Santo. Según el lenguaje del Noveno Artículo, "esta infección de la naturaleza permanece..., aun en los que están regenerados". Tan profundas son las raíces de la corrupción humana, que aún después de que nacemos de nuevo, hemos sido renovados, "limpiados, santificados, justificados" y hechos miembros vivos de Cristo, estas raíces siguen vivas en el fondo de nuestros corazones y, como la lepra en las paredes de la casa, nunca nos libramos de ella hasta que la casa terrenal de este tabernáculo se haya disuelto. Sin lugar a dudas, el pecado en el corazón del cristiano ya no domina. Está controlado, mortificado y crucificado por el poder expulsivo del nuevo principio de gracia.
La vida del creyente es una vida de victoria, no de fracaso. Pero las mismas batallas que hay en su seno, la lucha que ve que tiene que librar diariamente, el celo continuo que tiene que ejercer sobre su hombre interior, el conflicto entre la carne y el espíritu, los "quejidos" que nadie, fuera de los que los han vivido conocen, testifican de la misma gran verdad, todos muestran el enorme poder y vitalidad del pecado. ¡Ciertamente debe ser poderoso ese enemigo que aunque esté crucificado sigue vivo! ¡Feliz es aquel creyente que lo comprende y, mientras se regocija en Cristo Jesús, no confía para nada en la carne y, por lo tanto, dice: "Gracias a Dios que nos da la victoria" (1 Co. 15:57); nunca se olvida de estar en guardia y orando para no caer en tentación!
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