"Porque cualquiera que guarde toda la Ley, pero ofenda en un punto, se hace culpable de todos", (Santiago 2:10).
La ley moral no considera nuestras debilidades como seres humanos. De hecho, no tiene en cuenta
nuestra herencia pecaminosa ni nuestras flaquezas, pero sí exige que seamos completamente rectos. La
ley moral nunca cambia, ni por lo más noble del hombre ni por lo más débil. Es permanente y
eternamente la misma. La ley moral que Dios ha ordenado no se vuelve débil para el débil,
disculpando sus faltas; permanece intacta por todo el tiempo y la eternidad. Si no la percibimos así, es
porque estamos más muertos que vivos. Sin embargo, en el momento en que lo entendemos nuestra
vida se vuelve una tragedia. Y yo sin la Ley vivía en un tiempo; pero al venir el mandamiento, el
pecado revivió y yo morí (Romanos 7:9). Cuando comprendemos esta verdad, el Espíritu de Dios nos
convence de pecado. Mientras la persona no llegue a este punto y vea que no hay esperanza, la cruz de
Jesucristo es una farsa para ella. La convicción de pecado siempre produce una conciencia terrible de la
obligatoriedad de la ley y hace que el hombre pierda las esperanzas o quede vendido al pecado (ver
Romanos 7:14). Yo, como pecador culpable, jamás puedo justificarme ante Dios; es imposible. La única
forma de lograrlo es por la muerte de Jesucristo. Tengo que deshacerme de la idea de que gracias a mí
obediencia puedo estar bien con Dios. ¿Quién de nosotros podría alguna vez obedecerlo hasta la absoluta
perfección?
Nosotros sólo nos damos cuenta del poder de la ley moral cuando vemos que tiene una condición y una
promesa. Pero Dios nunca nos obliga. Algunas veces quisiéramos que nos obligara a ser obedientes y otras
que nos dejara tranquilos. Siempre que la voluntad de Dios prevalece, Él quita todas las presiones, y elegimos obedecerlo; no escatima la estrella más remota y da hasta el último
grano de arena para que nos ayuden con toda la omnipotencia de Él.
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