"La voluntad de Dios es vuestra santificación", 1 Tesalonicenses 4:3
El problema no es si Dios está dispuesto a santificarme, sino más bien si es mi voluntad. ¿Estoy dispuesto
a permitir que Dios haga en mí todo lo que es posible por medio de la expiación de Cristo en la cruz?
¿Estoy dispuesto a que Jesús se haga para mí santificación y a dejar que su vida se manifieste en mi carne
humana? (Ver 1 Corintios 1:30). Cuídate de decir: "Oh, anhelo ser santificado". No, no lo deseas
realmente. Deja de anhelarlo y conviértelo en un asunto de acción. Recibe a Jesucristo con una fe absoluta
e incuestionable para que Él se convierta en tu santificación y el gran milagro de su expiación será real en
tu vida.
Todo lo que Jesús hizo posible se ha vuelto mío por el regalo libre y amoroso de Dios que se fundamenta
en lo que Él hizo. Y, entonces, mi actitud al ser una persona salva y santificada es de profunda y humilde
santidad (no existe la santidad altiva); una santidad basada en un agónico arrepentimiento, en un sentido
de inexpresable vergüenza y degradación y, también, en la asombrosa comprensión de que el amor de
Dios se manifestó, aunque Él no me importaba en lo absoluto (ver Romanos 5:8). Él acabó toda la obra
para que yo obtuviera mi salvación y santificación. No debemos asombrarnos, entonces, de que Pablo
dijera que nada nos podrá "separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro", Romanos
8:39.
La santificación me hace uno con Jesucristo y, en Él, uno con Dios. Esto es una realidad únicamente por
la grandiosa expiación de Cristo. Nunca confundas la causa con el efecto. El efecto en mí es obediencia,
servicio y oración, los cuales son resultado de la inexpresable gratitud y adoración por la milagrosa
santificación que se operó en mí gracias a la expiación de Cristo.
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