"Cuando lleguemos a
Jerusalén se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo
del hombre... Sin embargo, ellos nada comprendieron de estas cosas...", Lucas 18:31,34
Dios llamó a Jesucristo a lo que parecía un terrible desastre.
Jesucristo llamó a sus discípulos para que lo vieran morir, los condujo a todos, sin excepción, al lugar donde el corazón de ellos se quebrantó. La vida de nuestro Señor fue un absoluto fracaso desde todo punto de vista, excepto el de Dios. Pero, lo que parecía un fracaso ante los ojos del hombre, fue un extraordinario triunfo desde la perspectiva divina porque los propósitos de Él nunca son los del hombre.
El desconcertante llamado de Dios también viene a nuestra vida y no se puede enunciar de una forma clara y detallada porque es implícito. Es un llamado que sólo nuestra verdadera naturaleza interior puede percibir y entender. Es como el llamado del mar: nadie lo oye sino aquel que tiene en sí mismo la naturaleza del mar. No se puede afirmar de una manera cierta cuál es el llamado de Dios, porque su llamamiento es sencillamente para ser Sus amigos y alcanzar Sus propios propósitos. La prueba real es creer verdaderamente que ÉL sabe lo que quiere. Las cosas que suceden, no ocurren por casualidad, sino enteramente por el mandato de Dios. Él está llevando a cabo sus propósitos.
Si estamos en comunión y unidad con Él y reconocemos que nos está dirigiendo hacia sus propósitos, no trataremos más de descubrir cuáles son. A medida que crecemos en la vida cristiana, ésta se vuelve más sencilla porque nos sentimos menos inclinados a decir: “Me pregunto por qué permitiría Dios esto o aquello”, e inmediatamente nos damos cuenta de que, detrás de todo, se encuentra su propósito que nos constriñe. ¡Existe un Dios que determina nuestro propósito! Un cristiano es alguien que confía en el conocimiento y la sabiduría de Él y no en sus propias capacidades. Los propósitos nuestros destruyen la sencillez y la tranquilidad que deberían distinguir a los hijos de Dios.
Fuente: EN POS DE LO SUPREMO de Oswald Chambers.
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