“Orando por el Espíritu Santo”. Judas 20.
OBSERVA la notable característica de la verdadera oración: “por el Espíritu Santo”. La semilla de la devoción aceptable debe venir de los alfolíes del cielo. Sólo la oración que procede de Dios puede volver a Dios. Las flechas que nos arroja el Señor debemos de nuevo disparárselas a él. El deseo que Dios estampó en nuestros corazones conmoverá su corazón y traerá bendición, pero los deseos de la carne no tienen poder delante de él. Orar por el Espíritu Santo es orar con fervor. Las oraciones frías parece que pidieran al Señor que no las oiga. Los que no ruegan con fervor no ruegan nada en absoluto. Hablar de oraciones frías es como hablar de fuego frío. Es indispensable que la oración sea candente. Orar por el Espíritu es orar con perseverancia. El que ora con sinceridad va adquiriendo poder a medida que avanza en la oración y, cuando Dios tarda en contestar, ora con más fervor. Cuanto más tiempo la puerta permanece cerrada, tanto más fuerte la oración hace sonar el llamador; y cuanto más tiempo demora el ángel, tanto más resuelta ella está a no dejarlo ir, sin que le dé la bendición. Hermosa es en los ojos de Dios la importunidad que llora, que agoniza y que vence. Orar por el Espíritu es orar con humildad, pues el Espíritu Santo nunca nos hincha con orgullo. Su misión es convencer de pecado y así humillarnos en contrición y quebrantamiento de espíritu. Nunca cantaremos “Gloria in excelsis” hasta que no oremos a Dios “De profundis”. Debemos clamar de lo profundo, de lo contrario nunca contemplaremos la gloria en toda su magnitud. Orar por el Espíritu es orar con amor; amor a nuestros hermanos y amor a Cristo. Además la oración debe ser hecha con fe. El hombre sólo prevalece cuando cree. El Espíritu Santo es el autor de la fe, y es quien la alienta para que oremos creyendo en la promesa de Dios. ¡Oh, que esta feliz combinación de excelentes gracias, inapreciables y olorosas como las especias de los mercaderes, pueda ser fragante en nosotros por el Espíritu Santo que está en nuestros corazones! ¡Oh!, muy bendito Consolador, ejerce tu irresistible poder en nosotros ayudando nuestras flaquezas en la oración.
Charles Haddon Spurgeon.
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