“Mas los ojos de ellos estaban embargados, para que no lo conociesen”. Lucas 24:16.
LOS discípulos debieran haber conocido a Jesús. Habían oído su voz tan a menudo; habían mirado aquel rostro desfigurado tantas veces que es admirable que no lo hayan conocido. Sin embargo, ¿no pasa contigo lo mismo? Tú no has visto a Jesús estos últimos días. Has estado en su mesa y no te has encontrado con él. Esta noche estás pasando por una dura prueba y, aunque él te dice claramente: “Yo soy, no temáis”, tú no puedes distinguirlo. ¡Ay!, nuestros ojos están embargados. Conocemos su voz, hemos mirado su rostro, hemos reclinado nuestras cabezas sobre su pecho y, sin embargo, aunque Jesús está muy cerca de nosotros, estamos diciendo: “¡Oh si supiese dónde hallarlo!” Nosotros debiéramos conocer a Jesús, pues tenemos las Escrituras que reflejan su imagen, pero sin embargo, ¡cuán posible es que abramos ese precioso libro y no tengamos un vislumbre del Bienamado! Querido hijo de Dios, ¿acontece esto contigo? Jesús apacienta entre los lirios de la palabra. Tú andas entre esos lirios y, sin embargo, no lo ves. El está habituado a andar entre las cañadas de las Escrituras y departir con los suyos como el Padre lo hizo con Adán, “al aire del día”; sin embargo, tú, aunque estás en el jardín de las Escrituras, no puedes verlo, a pesar de que él está allí. ¿Y por qué no lo vemos? Porque, como los discípulos, mostramos incredulidad. Por lo visto, ellos no esperaban ver a Jesús. Haz tuya esta oración: “Señor, abre mis ojos para que vea que mi Salvador está conmigo”. Es una bendición querer verlo; pero, oh, es mucho mejor contemplarlo. El es afable para los que lo buscan, pero para los que lo hallan es muy querido.
Charles Haddon Spurgeon.
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