“Si no viereis señales y milagros no creeréis”. Juan 4:48.
UN síntoma del estado enfermizo de la mente del hombre en los días del Señor era el ardiente deseo de ver prodigios. Rechazaban los alimentos sólidos y ansiaban meros portentos. El Evangelio, que tanto necesitaban, no lo querían tener. Los milagros, que Jesús no siempre quería obrar, los reclamaban ardientemente. Muchos en nuestros días tienen que ver signos y maravillas, de lo contrario no creen. Algunos han dicho: “Yo tengo que sentir un profundo horror en el alma, si no no creeré en Jesús”. Pero… ¿y si nunca llegas a sentir ese horror, como probablemente nunca lo sentirás? ¿Quieres ir al infierno por despecho contra Dios, porque no quiere tratarte como trata a otros? Uno se ha dicho a sí mismo: “Si yo tuviese un sueño o si sintiese una repentina sacudida de no sé qué, entonces creería”. ¿Así que tú, indigno mortal, piensas que mi Señor será mandado por ti? Tú eres un mendigo que está a su puerta solicitando piedad, ¿y tienes necesariamente que prescribir reglas y reglamentos en cuanto a cómo te ha de dar esa gracia? Mi Señor es de espíritu generoso, pero tiene un corazón muy ilustre; por eso rechaza toda imposición y mantiene su soberanía de acción. Si es esta tu situación, amado lector, ¿por qué ansías señales y prodigios? El Evangelio, ¿no es en sí una señal y un prodigio? ¿No es un milagro de milagros que “de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito para que todo aquel que en él cree no perezca”? Sin duda, las palabras “el que quiere, tome del agua de la vida de balde” y esta solemne promesa: “al que a mí viene yo no lo echo fuera” son mejores que las señales y los prodigios. Un Salvador veraz debe ser creído. El es la verdad misma. ¿Por qué has de pedir pruebas de la veracidad de uno que no puede mentir? Los demonios declaran que él es el Hijo de Dios, ¿y tú dudarás de él?
Charles Haddon Spurgeon.
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