AUNQUE esta declaración sea humillante, sin embargo, el hecho es cierto; pues todos nosotros más o menos estamos sufriendo por la enfermedad del pecado. ¡Qué consuelo es el conocer que tenemos un gran Médico que puede y quiere sanarnos! Pensemos en él un rato esta noche. Sus curas son rápidas: al mirarlo, obtenemos vida. Sus curas son radicales; él saca el mal de raíz; de ahí que sus curas sean seguras y ciertas. El nunca falla y la enfermedad nunca vuelve. Donde Cristo sana no hay recaídas. No hay por qué temer que sus pacientes sean meramente emparchados por un tiempo. El Señor hace de ellos hombres nuevos; les da también un corazón nuevo y pone un espíritu recto dentro de ellos. El es muy entendido en toda clase de enfermedades. Los médicos son generalmente especialistas en algo. Aunque conocen un poco de casi todas las enfermedades, hay, por lo regular, una enfermedad que han estudiado más detenidamente. Pero Jesús conoce completamente toda la naturaleza humana. El conoce muy bien a cada uno de los pecadores, y nunca se encontró con un caso particular que le fuera dificultoso. El ha tenido que verse con raras complicaciones de extrañas enfermedades, pero, con una mirada de sus ojos, ha sabido cómo tratar al paciente. El es el único doctor universal y la medicina que da es la sola panacea, que sana en todos los casos. Cualquiera sea nuestra enfermedad espiritual debemos recurrir enseguida a este Médico Divino. No hay quebranto de corazón que Jesús no pueda curar. “La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado”. No tenemos más que pensar en los miles y miles que fueron librados de toda suerte de enfermedades por el poder y virtud de su contacto y alegremente nos pondremos en sus manos. Al confiar en él, el pecado muere; al amarlo, la gracia vive; al esperar en él, la gracia es corroborada, y, al mirarlo tal cual es, la gracia se perfecciona para siempre.
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