“Estando allí Jehová”. Ezequiel 35:10.
LOS príncipes de Edom vieron desolada toda la tierra y creyeron fácil su conquista; pero había en su camino una gran dificultad, que ellos no conocían, y era que “el Señor estaba allí”. Y en este hecho residía la singular seguridad de la tierra escogida. Cualquiera sean las maquinaciones y estratagemas de los enemigos del pueblo de Dios, allí está siempre la misma eficaz barrera para frustrar sus designios. Los santos son la herencia de Dios, quien está en medio de ellos para protegerlos. ¡Qué ánimo nos da esta seguridad en las pruebas y conflictos espirituales! ¡Somos constantemente combatidos, pero perpetuamente preservados! ¡Cuán a menudo Satanás lanza sus dardos contra nuestra fe!, pero nuestra fe desafía el poder de los ardientes dardos del infierno, los cuales no sólo son desviados sino apagados en el escudo, porque “el Señor está allí”. Nuestras buenas obras son el blanco de los ataques de Satanás. Nunca un santo ha tenido alguna virtud o gracia que no haya sido el blanco de los proyectiles infernales. Ya la firme esperanza, ya el ferviente amor, ya la paciencia que todo lo soporta o el celo que arde sin cesar, todo lo ha intentado destruir el viejo enemigo de lo bueno. La única causa porque lo virtuoso o amable sobrevive en nosotros es porque “el Señor está allí”. Si el Señor está con nosotros en la vida, no tenemos por qué preocuparnos en cuanto a nuestra confianza en las horas de la muerte; porque cuando estemos por morir, hallaremos que “el Señor está allí”. Donde las olas son más borrascosas y el agua es más fría, tocaremos el fondo y conoceremos que este es bueno, pues nuestros pies estarán sobre la Roca de los siglos cuando el tiempo no sea más. Amado, desde el principio al fin de la vida de un cristiano, la única razón porque no perece es porque “el Señor está allí”. Si el Dios de eterno amor cambiara y dejara perecer a sus escogidos, entonces la Iglesia de Dios podría ser destruida; pero no hasta entonces, porque está escrito Jehová Samma, “el Señor está allí”.
Charles Haddon Spurgeon.
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