“Esperanza mía eres tú en el día malo”. Jeremías 17:17
EL camino del cristiano no siempre está alumbrado por el sol, pues tiene períodos de tinieblas y de tormentas. Es verdad que en la Palabra de Dios está escrito: “Sus caminos son caminos deleitosos, y todas sus veredas paz”; y también es una gran verdad que la religión tiene por fin dar al hombre felicidad en la tierra y gloria en el cielo. Pero la experiencia nos dice que si bien la senda del justo es como la luz que va en aumento hasta que el día es perfecto, sin embargo algunas veces aquella luz se eclipsa. En ciertas ocasiones, las nubes cubren el sol del creyente, y él anda en las tinieblas y no ve la luz. Hay muchos que se han regocijado en la presencia de Dios por un tiempo; han estado al sol en las primeras etapas de la carrera cristiana; han andado a lo largo de “delicados pastos”, junto a “aguas de reposo”, pero, de repente, el glorioso cielo se nubló. En lugar de la tierra de Goshen, han andado por el desierto arenoso; en lugar de aguas cristalinas, hallaron aguas turbias, amargas al gusto, y dijeron: “En verdad, si fuera hijo de Dios no me pasaría esto”. ¡Oh, tú, que andas en tinieblas, no hables así! El mejor de los santos de Dios tiene que beber ajenjo; el más querido de sus hijos tiene que llevar la cruz. Ningún cristiano gozó de perpetua prosperidad; ningún creyente puede estar cantando siempre. Quizás el Señor te dio al principio una senda llana y despejada, porque eras débil y tímido. El templó el viento para el cordero trasquilado, pero ahora que eres más fuerte en la vida espiritual, tienes que entrar en la madura y escabrosa experiencia de los adultos hijos de Dios. Necesitamos vientos y tempestades para ejercitar nuestra fe, con el fin de que arranquen las ramas podridas de nuestra independencia y nos arraiguen más firmemente en Cristo. El día de la aflicción nos revela el valor de nuestra gloriosa esperanza.
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