«¡Que el Señor lo bendiga!» exclamó Noemí delante de su nuera.
«El Señor no ha dejado de mostrar su fiel amor hacia los vivos y los muertos.
Ese hombre es nuestro pariente cercano; es uno de los parientes que nos pueden
redimir». Rut 2:20.
Tenemos la tentación de
considerar la humanidad de nuestro Señor como algo muy diferente a nuestra
propia humanidad; estamos prestos a espiritualizarla y no pensar en él como
hueso de mis huesos y carne de mi carne. Todo esto es un grave error, podemos
pensar que estamos honrando a Cristo al tener tal concepción, pero Cristo nunca
se siente honrado con algo que no sea verdad. Él fue un hombre, un verdadero
hombre, un hombre de nuestra misma raza, el Hijo del Hombre. Es cierto que fue
un hombre representativo, el segundo Adán: «Ya que ellos son de carne y hueso,
él también compartió esa naturaleza» (Hebreos 2:14).
Ahora bien, esa
participación en nuestra naturaleza lo acerca a nosotros. En su naturaleza como
hombre, aunque también era Dios, fue, de acuerdo a la ley hebrea, nuestro
pariente, nuestro pariente cercano. Ahora, según la ley, si se perdía una
herencia, el pariente más cercano tenía derecho a redimirla. Nuestro Señor
Jesucristo ejerció su derecho legal y, al vernos vendidos como esclavos y
privados de nuestra herencia, vino para redimirnos, tanto a nosotros como a
todas nuestras posesiones perdidas. Es una gran bendición tener un pariente
como ese. La circunstancia de mayor gracia en la vida de Rut fue dirigirse a
los campos de Booz y descubrir que él era su pariente cercano. Y nosotros que
hemos espigado en los campos de la misericordia alabamos al Señor porque su
Hijo único es nuestro pariente cercano, nuestro hermano, nacido para la
adversidad.
A través de la Biblia en un año: Isaías 57-60
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