Pero cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro
Salvador, él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por su
misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la
renovación por el Espíritu Santo, el cual fue derramado abundantemente sobre
nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Así lo hizo para que,
justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos que abrigan la esperanza
de recibir la vida eterna. Tito 3:4-7.
¡Oh, cuánto le debemos
al Espíritu Santo! Hablo con ustedes que lo conocen. Fue el Espíritu Santo el
que te despertó de tu letargo, el que te convenció de pecado, el que te consoló
y ¡en qué dulce forma todavía te consuela el Divino Consolador! Sin embargo, lo
resistimos y lo entristecimos. ¿No recuerdas, en tu juventud, cómo traicionaste
tus convicciones, cómo acallaste tu conciencia para que no te reprendiera? Ese
Espíritu bendito, a quien disgustamos y rechazamos, pudiera haberse ido y
habernos abandonado para no luchar más con nosotros; pero nos amó tanto que
vino e hizo su morada en nosotros, y ahora habita en nosotros. Se rebajó dentro
de la pequeña celda de nuestro pobre corazón para encontrar un templo y hacerlo
su habitación para siempre. Ay, alma mía, ¿cómo pudiste entristecerlo alguna
vez? ¿Cómo pudiste haber resistido al mejor y más tierno de los amigos?
A través de la Biblia en un año: Isaías 33-36
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