En el viaje sucedió que, al acercarse a Damasco, una luz del cielo relampagueó de repente a su alrededor. Él cayó al suelo y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» «¿Quién eres, Señor?» preguntó. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues». Hechos 9:3-5.
La conversión de Pablo pudiera servir como una descripción de la conversión de cualquiera de nosotros. ¿Cómo tuvo lugar su salvación? Bien, está claro que no había nada en Pablo que lo hiciera merecedor de la salvación. Podrías haberlo analizado hasta lo sumo y no habías encontrado algo en él que te diera una esperanza de que tal vez pudiera creer en Jesús. Su procedencia, su preparación, lo que le rodeaba y los logros de su vida, todo lo inclinaba a ser un devoto del judaísmo y lo alejaba del cristianismo. El primero de los ancianos de la iglesia que habló con él sobre las cosas divinas casi no podía creer en su conversión. «Señor», le dijo, «he oído hablar mucho de ese hombre y de todo el mal que ha causado a tus santos en Jerusalén» (Hechos 9:13). Le costaba trabajo creer que aquel lobo hambriento se hubiera convertido en una oveja. No había nada en Saulo que favoreciera la fe en Jesús; el terreno de su corazón era pedregoso, el pico no podía atravesarlo, y la buena semilla no podía encontrar raíz. Sin embargo, el Señor convirtió a Saulo y puede hacer lo mismo con otros pecadores pero tiene que ser una obra de pura gracia y del poder divino ya que en la naturaleza caída del hombre no hay ni siquiera un lugar santo del tamaño de la punta de un alfiler sobre el cual pudiera descender la gracia. La gracia transformadora no encuentra su hábitat natural en nuestros corazones, tiene que crear su propio suelo. Y, bendito sea Dios, es capaz de hacerlo, porque para Dios todas las cosas son posibles.
FUENTE: Charles H. Spurgeon -Tomado del libro “A los Pies del Maestro”, Compilado por Audie G. Lewis.
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