Sin embargo, alguien dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras».
Pues bien, muéstrame tu fe sin las obras, y yo te mostraré la fe por mis obras.
¿Tú crees que hay un solo Dios? ¡Magnífico! También los demonios lo creen, y
tiemblan. Santiago 2:18-19.
Si yo digo que creo en
Dios pero continúo viviendo en pecado de una manera voluntaria y consciente,
entonces mi fe es inferior a la de los demonios, porque ellos «creen, y
tiemblan». Hay algunos hombres que profesan creer en Dios pero no tiemblan ante
él sino que se comportan de forma indebida y presuntuosa. Ese no es el tipo de
fe que salva el alma. La fe que salva es la que produce buenas obras, la que
lleva al arrepentimiento o la que viene acompañada de esas buenas obras y la
que conduce al amor a Dios, a la santidad y a un deseo de ser hechos como el
Salvador. Las buenas obras no son la raíz de la fe, pero son su fruto. Una casa
no descansa en las tejas de su techo, sin embargo, no puedes vivir en ella si
no tiene techo. Del mismo modo nuestra fe no descansa en las buenas obras pero
sería una fe pobre e inútil si no tuviera algo del fruto del Espíritu para
probar que proviene de Dios. Jesucristo nos dice cómo un hombre puede llegar a
ser santo como Dios es santo y, a pesar de eso, nunca hablar acerca de su
santidad ni soñar en confiarse de esta. Debemos vivir como si fuéramos a ser
salvos por medio de nuestras buenas obras pero sin tener confianza alguna en
ellas, sino considerarlas como como basura, para ganar a Cristo y permanecer en
él, no por nuestra propia justicia, que es la de la ley, sino por aquella que
proviene de la fe en Jesucristo, la justicia que es de Dios por fe.
A través de la Biblia en un año: Tito
1-3
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