Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos y no tenemos la verdad. Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es
fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad. Si afirmamos que
no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso y su palabra no habita en
nosotros. 1 Juan 1:8-10.
El cristiano nunca peca
con ese alarde tan grande del cual son culpables los no regenerados. Otros se
revuelcan en las transgresiones y hacen de su vergüenza, su gloria; pero cuando
el creyente cae, él guarda silencio, se entristece y se enoja. Los pecadores
van a sus pecados como niños al huerto de su propio padre pero los creyentes se
escabullen como ladrones que han estado robando el fruto prohibido. En un
cristiano la vergüenza y el pecado siempre van de la mano. Si se emborracha de
pecado, se avergonzará de sí mismo e irá a la cama como un perro sin raza
azotado. Él no puede proclamar sus transgresiones como hacen algunos en medio
de una multitud obscena, alardeando de sus hazañas malignas. Su corazón está
destrozado en su interior, y cuando él ha pecado, pasa muchos, muchos días con
los huesos doloridos.
Ni tampoco gana él con
la plenitud de la deliberación que pertenece a otros hombres. El pecador puede
sentarse durante todo un mes y pensar en la iniquidad que intenta perpetrar
hasta que tiene los planes bien organizados y ha madurado su proyecto, pero el
cristiano no puede hacer eso. Puede que ponga el pecado en su boca y se lo
trague en un instante, pero no puede seguir dándole vueltas. Aquel que puede
organizar y tramar una transgresión sigue siendo un hijo verdadero de la vieja
serpiente.
A través de la Biblia en un año: 1
Reyes 20-22
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