Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien
a todos, y en especial a los de la familia de la fe. Gálatas 6:10.
Al convertirnos en
hacedores del bien, se nos conoce como hijos del buen Dios. «Dichosos los que
trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5:9). Un
hombre es hijo de Dios cuando vive más allá de sí mismo interesándose siempre
en los demás, cuando su alma no está confinada al círculo estrecho de sus
propias narices, sino que anda bendiciendo a los que le rodean sin importar
cuán indignos sean. Los verdaderos hijos de Dios nunca ven a una persona
perdida sin intentar salvarla, nunca oyen de un sufrimiento sin anhelar
impartir consuelo. «No opriman al extranjero, pues ya lo han experimentado en
carne propia», le dijo el Señor a Israel (Éxodo 23:9); y lo mismo pasa con
nosotros, que una vez fuimos cautivos e incluso ahora nuestro Amigo más selecto
sigue siendo un Extranjero por amor a quien amamos a todos los hombres que
sufren. Cuando Cristo está en nosotros, buscamos oportunidades de llevar a
pródigos, a extranjeros y marginados a la casa del gran Padre. Nuestro amor se
extiende a toda la humanidad y nuestra mano no se cierra para nadie: si es así,
somos como Dios, al igual que los niños pequeños son como su padre.
¡Qué dulce
resultado da aceptar al Hijo de Dios como nuestro Salvador mediante la fe! Él
mora en nosotros y nosotros lo contemplamos en santa comunión de manera que
«todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la
gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por
la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Corintios 3:18).
A través de la Biblia en un año: Génesis
37-40
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