“Hete escogido en horno de aflicción”. Isaías 48:10.
Por mucho tiempo este
versículo ha sido el lema puesto a nuestra vista en la pared de nuestra
habitación, y también de muchas maneras ha sido escrito en nuestro corazón. No
es cosa despreciable ser escogido de Dios. La elección de Dios hace de hombres
elegidos, hombres verdaderamente selectos. Es mejor ser predestinado de Dios
que elegido de toda la nación. Tan eminente es este privilegio, que
cualesquiera que sean las desventajas que lo acompañen, las aceptamos
gozosamente, como el judío comió hierbas amargas por causa del Cordero Pascual.
Nosotros escogemos el horno, puesto que Dios nos escoge en él.
Somos elegidos como un
pueblo afligido, y no como un pueblo próspero, escogidos no en el palacio, sino
en el horno. En el horno, la hermosura se desfigura, la forma se destruye, la
fuerza se pierde, la gloria se consume, y sin embargo es aquí donde el amor
eterno revela sus secretos y declara su elección. Así ha sido en nuestro caso.
En tiempo de la prueba más dura, Dios ha hecho clara nuestra vocación y
elección y nosotros la hemos hecho firme: entonces hemos escogido al Señor para
ser nuestro Dios, y Él ha manifestado que ciertamente somos sus escogidos. Así
que, si hoy el horno se enciende siete veces tanto de lo que suele estar, no lo
temeremos porque el glorioso Hijo de Dios se paseará con nosotros entre
carbones ardientes.
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