EL PAN QUE NOS DA DIOS ES LIMPIO; el pan sucio, empapado en lágrimas, sudor y sangre de otros, es un pan que arrebatamos. Y no hay que confundir una cosa con la otra. Si comer el pan limpio es en verdad bendición de la mano generosa de Dios, comer el sucio es maldición de nuestro pecado. Gracias a Dios aun quedan en este mundo quienes no se avienen a recibir cualquier riqueza y escudriñan en cuanto a la limpieza de su origen. Enderezadas estas dos cuestiones, la del origen y la del destino de nuestros bienes mediante un encuentro vital con Cristo, el hombre experimenta una grande independencia. Bien dice Roger Mehl: “Para quien reconoce la soberanía de Cristo, el dinero pierde su poder. En la perspectiva de Cristo el dinero se desvaloriza; ya no importa el dinero en sí, o su mayor o menor volumen, sino la capacidad de disponer libremente de él. En este espíritu de renuncia puede el dinero constituir el objeto de una ofrenda a Dios o de una señal de unión fraternal como ocurría con el comunismo de la Iglesia primitiva.” A experiencia de esta índole alude H. Gollwitzer cuando hablando de los discípulos de Cristo, dice: “Son así librados de sus posesiones de tal suerte que ellas ya no pueden determinar su conducta”. Y también: “Lo que era así hasta ahora la marca de nuestro egoísmo, puede en adelante, bajo la influencia de la gracia, transformarse para los discípulos en instrumento de Dios”. Sólo entonces dejan de ser poseídos y pasan a poseer, pues poseer significa la capacidad de disponer.
Esta puesta en su lugar de las riquezas, las transforman radicalmente. Se opera en la mente de quienes las poseen una verdadera revolución, de muy prácticos efectos económicos y financieros. Despojado el dinero de sus atributos divinos, es decir de su carácter de ídolo demónico, pasa a ser en manos del que tiene a Jesucristo por Señor, una bendición para sí y para sus semejantes. Entonces y sólo entonces, podremos estimar los bienes materiales de que dispongamos, pocos o muchos, como un don del cielo y en consecuencia, administrarlos responsablemente.
El ya mentado pasaje de Timoteo nos dice que Dios “nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos.” Sorprende esta declaración a cuantos adhieren a un concepto ascético de la vida y se dan a una inmaterializada y romántica espiritualidad. No así a quienes se han impregnado de la enseñanza y actitud de Jesús. Tanto espacio ocupaba la alegría en su vida que le acusaron de comilón y bebedor y de carecer de solemnidad. La exuberancia de su gratitud le hacía recibirlo todo a cada instante como regalo de Dios. Por ello nos invita a confiar en el buen Padre que dará buenas cosas a los que le piden, cosas que abarcan todos los valores (y no únicamente los materiales) de nuestra existencia terrena. Place a Dios que con ellos nos deleitemos.
Eso sí, nada –ni material, ni espiritual- se nos da para disfrutar egoístamente, sino para compartir especialmente con los más pobres que nosotros (cualquiera sea el orden de su pobreza). “Haciendo lo que es bueno con sus manos (notemos la santidad del trabajo manual) para que tenga qué compartir con el que padece necesidad”, nos dice la Carta a los Efesios. A renglón seguido del texto citado de 1ª Timoteo se especifica esto de modo muy concreto: “Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos, atesorando para sí buen fundamento para el porvenir, que echen mano de la vida eterna”.
Recibir los bienes de la mano de Dios, con honda gratitud y profunda responsabilidad, significa evitar dos males opuestos: la dilapidación de tales bienes y la egoísta acumulación de los mismos. Ambos impiden que ellos corran libremente como agua viva y refrescante y hace que se estanquen como pantanos pestilentes. El dinero acumulado es factor de corrupción, como lo es también el dilapidado.
Pongamos término a este aspecto subrayando que no es lo mismo vivir como gerente de Dios que vivir con la engañosa idea de ser nosotros los dueños. Doblemente engañosa: primero por ser todo de Dios y segundo, porque quien se figura poseer los bienes materiales, en realidad es poseído por éstos. No es lo mismo por la calidad de vida que se vivirá y por las consecuencias últimas que de ella se han de derivar. Jesús nos dice en muchos pasos de su enseñanza que seremos llamados a cuentas. Descubriremos que somos responsables, es decir que tenemos que responder sobre cómo hemos vivido.
"Tras comer mi ración de pan, devoré la de mi hermano. Él padeció hambre, y yo tuve indigestión" S.S.I.
Esta puesta en su lugar de las riquezas, las transforman radicalmente. Se opera en la mente de quienes las poseen una verdadera revolución, de muy prácticos efectos económicos y financieros. Despojado el dinero de sus atributos divinos, es decir de su carácter de ídolo demónico, pasa a ser en manos del que tiene a Jesucristo por Señor, una bendición para sí y para sus semejantes. Entonces y sólo entonces, podremos estimar los bienes materiales de que dispongamos, pocos o muchos, como un don del cielo y en consecuencia, administrarlos responsablemente.
El ya mentado pasaje de Timoteo nos dice que Dios “nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos.” Sorprende esta declaración a cuantos adhieren a un concepto ascético de la vida y se dan a una inmaterializada y romántica espiritualidad. No así a quienes se han impregnado de la enseñanza y actitud de Jesús. Tanto espacio ocupaba la alegría en su vida que le acusaron de comilón y bebedor y de carecer de solemnidad. La exuberancia de su gratitud le hacía recibirlo todo a cada instante como regalo de Dios. Por ello nos invita a confiar en el buen Padre que dará buenas cosas a los que le piden, cosas que abarcan todos los valores (y no únicamente los materiales) de nuestra existencia terrena. Place a Dios que con ellos nos deleitemos.
Eso sí, nada –ni material, ni espiritual- se nos da para disfrutar egoístamente, sino para compartir especialmente con los más pobres que nosotros (cualquiera sea el orden de su pobreza). “Haciendo lo que es bueno con sus manos (notemos la santidad del trabajo manual) para que tenga qué compartir con el que padece necesidad”, nos dice la Carta a los Efesios. A renglón seguido del texto citado de 1ª Timoteo se especifica esto de modo muy concreto: “Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos, atesorando para sí buen fundamento para el porvenir, que echen mano de la vida eterna”.
Recibir los bienes de la mano de Dios, con honda gratitud y profunda responsabilidad, significa evitar dos males opuestos: la dilapidación de tales bienes y la egoísta acumulación de los mismos. Ambos impiden que ellos corran libremente como agua viva y refrescante y hace que se estanquen como pantanos pestilentes. El dinero acumulado es factor de corrupción, como lo es también el dilapidado.
Pongamos término a este aspecto subrayando que no es lo mismo vivir como gerente de Dios que vivir con la engañosa idea de ser nosotros los dueños. Doblemente engañosa: primero por ser todo de Dios y segundo, porque quien se figura poseer los bienes materiales, en realidad es poseído por éstos. No es lo mismo por la calidad de vida que se vivirá y por las consecuencias últimas que de ella se han de derivar. Jesús nos dice en muchos pasos de su enseñanza que seremos llamados a cuentas. Descubriremos que somos responsables, es decir que tenemos que responder sobre cómo hemos vivido.
"Tras comer mi ración de pan, devoré la de mi hermano. Él padeció hambre, y yo tuve indigestión" S.S.I.
Fuente: "Breviario del dador alegre" por Carlos T. Gattinoni
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