Versículo para hoy:

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” -Filipenses 2:5-8

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martes, 8 de abril de 2025

SANTIDAD - J. C. RYLE (1816-1900)

 

 Vea una vez más lo que nuestro Señor Jesucristo le preguntó al apóstol Pedro, después de haber resucitado: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?" (Jn. 21:15-17). La ocasión es digna de notar. Quiso recordar gentilmente a su discípulo infiel sus tres caídas consecutivas. Quería que confesara nuevamente su fe antes de restaurarlo y volver a comisionarlo públicamente para que alimentara a su Iglesia. ¿Y cuál fue la pregunta que le hizo? Podría haber preguntado: "¿Crees? ¿Eres convertido? ¿Estás listo para confesarme? ¿Me obedecerás?" No usó ninguna de estas expresiones. Preguntó sencillamente: "¿Me amas?" Este es el quid de la cuestión. Su deseo es que sepamos en qué se basa la fe cristiana. Es tan claro y fácil de entender, aun por el menos letrado, y a la vez, contiene una realidad que pone a prueba hasta al apóstol más erudito. Si alguien ama realmente a Cristo, todo está bien, si no lo ama, todo está mal.

    ¿Desea conocer el secreto de este sentimiento singular hacia Cristo que distingue al cristiano auténtico? Lo tenemos en estas palabras de Juan: "Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero" (1 Jn. 4:19). Ese texto se aplica a Dios el Padre, en especial. Pero no es menos cierto de Dios el Hijo.

    El cristiano auténtico ama a Cristo por todo lo que ha hecho por él. Sufrió por él y murió por él en la cruz. Con su sangre lo ha redimido de la culpa, el poder y las consecuencias del pecado. Lo ha llamado por medio de su Espíritu a conocerse a sí mismo, al arrepentimiento, a la fe, esperanza y santidad. Le ha perdonado y borrado sus muchos pecados. Lo ha librado de la esclavitud del pecado, la carne y el diablo. Lo ha rescatado del borde del infierno, lo ha puesto en el camino angosto y rumbo al cielo. Le ha dado luz donde había oscuridad, paz a su conciencia donde había intranquilidad, esperanza donde había incertidumbre y vida donde había muerte. ¿Puede asombrarnos que el cristiano auténtico ame a Cristo?

    Y lo ama además, por todo lo que sigue haciendo. Siente que todos los días le está limpiando sus muchas faltas y flaquezas, y defendiendo la causa de su alma ante Dios. Satisface todos los días las necesidades de su alma y le brinda una provisión constante de misericordia y gracia. Día tras día lo va conduciendo por medio de su Espíritu hacia la ciudad que será su morada, cargándolo cuando es débil e ignorante, levantándole cuando tropieza y cae, protegiéndolo contra sus muchos enemigos y preparándole un hogar eterno en el cielo. ¿Puede asombrarnos que el cristiano auténtico ame a Cristo?

    ¿Acaso no ama el deudor encarcelado al amigo que, sorpresivamente y sin merecerlo, paga todas sus deudas, le da nuevo capital y lo hace su socio? ¿Y no ama el prisionero de guerra al hombre que arriesga su propia vida y, entrando en las líneas enemigas, lo rescata y lo pone en libertad? ¿No ama el marinero que se está ahogando al hombre que se tira al mar, se zambulle para tomarlo del cabello y con un esfuerzo casi sobrehumano lo salva de morir ahogado? Hasta un niño puede contestar preguntas como estas. De la misma manera y por las mismas premisas, el cristiano auténtico ama a Jesucristo.

    (a) Este amor a Cristo es el compañero inseparable de la fe salvadora. Es posible tener fe como la de los demonios, una fe sólo intelectual. El amor no puede usurpar el lugar de la fe. No puede justificar. No une el alma a Cristo. No puede dar paz a la conciencia. Pero donde hay una fe real en Cristo que justifica, siempre hay amor a Cristo. La persona que realmente ama es la persona que ha sido perdonada (Lc. 7:47). Si uno no ama a Cristo, puede estar seguro de que tampoco tiene fe.

    (b) Amar a Cristo es el móvil de la obra para Cristo. Poco se hace por su causa en el mundo por obligación o por saber lo que es correcto y adecuado. El corazón tiene que interesarse antes de que las manos comiencen a moverse y lo sigan haciendo. El entusiasmo puede causar un movimiento frenético y espasmódico de las manos. Pero sin amor, no habrá un seguimiento continuo y paciente de su obra misionera aquí y por todo el mundo. La enfermera en el hospital puede cumplir bien sus obligaciones, le puede dar al enfermo sus medicamentos a la hora que tiene que hacerlo, darle de comer y atender todas sus necesidades. Pero hay una gran diferencia entre esa enfermera  la esposa cuidando a su amado esposo que está enfermo o una madre cuidando a su hijo en su lecho de muerte. La primera actúa porque ese es su deber, la otra hace lo que hace por lo que siente en su corazón. Lo mismo sucede en el servicio de Cristo. Los grandes obreros de la iglesia, los hombres que han dirigido empresas arriesgadas entrando a nuevos campos de labor y los han revolucionado con el evangelio, han sido hombres que amaban a Cristo.

    Examinemos el carácter de Owen y Baxter, de Rutherford y George Herbert, de Leighton y Hervey, de Whitefield  Wesley, de Henry Martyn y Judson, de Bickersteth y Simeon, de Hewitson y M'Cheyne, de Stowell y M'Neile. Estos hombres han dejado una huella sobre el mundo. ¿Y cuál es la característica que tenían en común? Todos amaban a Cristo. No sólo tenían un credo. Amaban a una persona, amaban al Señor Jesucristo.

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