(1) Santificación es, pues, el resultado invariable de esa unión con Cristo que la fe auténtica da al cristiano. "El que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto" (Jn. 15:5). La rama que no lleva fruto no es una rama viva en la vid. La unión con Cristo que no produce ningún efecto en la vida es una mera unión de forma, que no tiene valor ante Dios. La fe que no tiene una influencia santificadora sobre el carácter del creyente, no es mejor que la fe de los demonios. Es una "fe muerta, porque es sola". No es un don de Dios. No es la fe de los escogidos de Dios. En resumen, donde no hay una santificación de la vida, no hay una fe verdadera en Cristo. La fe verdadera obra por el amor. Constriñe al hombre a vivir para el Señor como efecto de un profundo sentido de gratitud por su redención. Le hace sentir que nunca puede hacer demasiado por Aquel que murió por él. Habiendo sido perdonado por mucho, mucho ama. Aquel a quien la sangre de Cristo lo limpia, vive en la luz. El que tiene una auténtica esperanza viva, se purifica a sí mismo tal como el Señor es puro. (Stg. 2:17-20; Tito 1:1; Gá. 5:6; 1 Jn. 1:7; 3:3).
(2) Además, la santificación es el resultado y consecuencia inseparable de la regeneración. El que es nacido de nuevo y hecho nueva criatura, recibe una nueva naturaleza y nuevos principios de vida, y vive siempre una vida nueva. Una supuesta regeneración que puede tener el hombre y, no obstante, vivir en el pecado o mundanalidad sin importarle, es una regeneración inventada por teólogos poco inspirados, que las Escrituras no mencionan. Por el contrario, Juan dice expresamente que "todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda a sí mismo y vence al mundo" (1 Jn. 2:29; 3:9-14; 5:4, 18). En suma, donde no hay santificación, no hay regeneración y donde no hay una vida santa, no hay nuevo nacimiento.
Esta es, sin duda, una afirmación dura para muchos; pero, dura o no, es sencillamente una verdad bíblica. Está escrito claramente que el que es nacido de Dios es uno en quien permanece la simiente de Dios; "y no puede pecar, porque es nacido de Dios" (1 Jn. 3:9).
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