“Cristo es el todo”. Colosenses 3:11
III. “Cristo es el todo” de cada cristiano auténtico
En tercer lugar, entendamos que “Cristo es el todo” de
cada cristiano auténtico en la tierra.
Al decir esto, tengo que asegurarme de que no me malinterpreten. Todo ser humano tiene la absoluta necesidad de la elección de Dios el Padre y la santificación de Dios el Espíritu, a fin de que se efectúe la redención de todos los que han de ser salvos. Sostengo que hay una perfecta armonía e idéntica tonalidad en la acción de las tres Personas de la Trinidad, en llevar al hombre a la gloria. Afirmo también que los tres cooperan y obran conjuntamente en liberar al hombre del pecado y del infierno. Tal como es el Padre, es el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre es misericordioso, el Hijo es misericordioso, el Espíritu Santo es misericordioso. Los mismos tres que dijeron al principio: “Hagamos”, también han dicho: “Redimamos y salvemos al hombre”. Sostengo que todo el que llega a los cielos tiene que atribuir toda la gloria de su salvación al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, tres personas en un solo Dios.
Pero, al mismo tiempo, veo una prueba clara en las Escrituras, que es el sentir de la Santísima Trinidad, que Cristo sea exaltado prominente y distintivamente en lo que a la salvación de las almas se refiere.
Cristo es presentado como el “Verbo” mediante el cual Dios
da a conocer su amor a los pecadores.
La encarnación y la muerte expiatoria de Cristo en la cruz
conforman la gran piedra angular sobre la cual se apoya todo el plan de salvación.
Cristo es el camino y la puerta, medios por los cuales se
tiene acceso a Dios.
Cristo es la raíz en la que todos los pecadores elegidos
deben ser injertados.
Cristo es el único lugar de encuentro entre Dios y el
hombre, entre el cielo y la tierra, entre la Santa Trinidad y los pobres
pecadores hijos de Adán.
Es Cristo a quien Dios el Padre ha “señalado” y asignado
para que dé vida a un mundo muerto (Jn. 6:27).
Es Cristo a quien el Padre le ha dado un pueblo para que lo
lleve a la gloria.
Es Cristo de quien el Espíritu da testimonio y a quien el
Espíritu mismo guía a las almas para recibir perdón y paz.
En definitiva, le “agradó al Padre que en Él habitase toda
plenitud” (Col. 1:19). Lo que el sol es en el vasto firmamento, Cristo es en el
cristianismo auténtico. Digo estas cosas a manera de explicación. Quiero que
mis lectores entiendan claramente lo que digo. “Cristo es el todo”. Con esto, no
pretendo echar por la borda la obra del Padre y del Espíritu Santo. Permítame,
en cambio, mostrarle lo que quiero decir.
3.a - Cristo es el todo en la justificación del pecador
delante de Dios. Solamente a través de él podemos tener paz con un Dios Santo.
Solamente por él podemos ser admitidos en la presencia del Altísimo y
permanecer allí sin ningún temor. “Tenemos seguridad y acceso con confianza por
medio de la fe en él”. En Cristo y, solamente en él, Dios justifica al impío
(Ef. 3:12; Ro. 3:26). ¿Bajo qué circunstancias puede un mortal presentarse
delante de Dios? ¿Qué podemos argumentar en favor de la absolución delante de
ese Ser glorioso, en cuyos ojos los mismos cielos no están limpios? ¿Podemos
alegar que hemos cumplido con nuestro deber con Dios? ¿Diríamos que hemos
cumplido con nuestro deber con nuestro prójimo? ¿Podríamos presentar nuestras
oraciones, nuestra regularidad, nuestra moralidad y los cambios de conducta que
hemos logrado? ¿Sería un buen argumento decir que asistimos fielmente a la
iglesia? ¿Nos atreveríamos a pedir ser aceptados por alguno de esos “méritos”?
¿Cuál de estas cosas podría soportar el escrutinio de los ojos de Dios? ¿Cuál
de todas esas cosas nos puede justificar realmente? ¿Cuál de ellas nos
garantiza que después del juicio llegaremos a la gloria? ¡Ninguna, ninguna,
ninguna! Tome cualquier mandamiento del Decálogo y examínese tomando como base
ese mandamiento. Seguramente encontrará que lo ha quebrantado con frecuencia.
No podemos presentar a Dios ni una cosa entre mil. Escoja a alguno, a
cualquiera, y analice un poco sus caminos; sin duda, su veredicto será que no
somos nada, sino simples pecadores, todos somos culpables, todos merecemos el
infierno y todos debemos morir. ¿Con qué podemos presentarnos ante Dios?
Debemos presentarnos ante Dios en el nombre de Jesús, sin ningún otro
fundamento, sin esgrimir ningún argumento que éste: “Cristo murió en la cruz
por los impíos y confío en él. Cristo murió por mí y yo creo en él”.
La prenda de nuestro Hermano Mayor, la justicia de Cristo,
es el único traje que puede cubrirnos y hacernos aptos para estar en la luz del
cielo sin avergonzarnos. El nombre de Jesús es el único nombre con el que
tendremos la entrada directa a la gloria eterna. Si llegamos a la puerta y
presentamos nuestros propios nombres, estamos perdidos, no seremos admitidos,
vamos a llamar en vano. Pero si llamamos en el nombre de Jesús, él es el
pasaporte y la contraseña para poder entrar y vivir allí eternamente. La señal
de la sangre de Cristo es el único distintivo que puede salvarnos de la
destrucción. Cuando los ángeles del cielo estén separando las ovejas de los
cabritos en el día final, si no estamos marcados con la sangre de la expiación,
más nos vale nunca haber nacido. ¡Oh, no olvidemos nunca que Cristo debe ser
“el todo” de esa alma que quiere ser justificada! Debemos contentarnos con ir
al cielo como mendigos, salvados por gracia, simplemente como creyentes en
Jesús; de otra manera, nunca seremos salvos. ¿Hay entre mis lectores algún alma
mundana irreflexiva? ¿Habrá quien piense que para alcanzar el cielo, podrá
decir en su lecho de muerte: “Señor, ten misericordia de mí”, sin antes haber
conocido a Cristo? Amigo, usted mismo está sembrando la semilla de su
sufrimiento y, a menos que se arrepienta, despertará a la perdición eterna.
¿Hay algún alma orgullosa y soberbia entre mis lectores? ¿Hay alguien pensando
que por sus propios méritos y esfuerzo puede llegar a ser apto para el cielo y
lo suficientemente bueno como para pasar el examen de sus acciones personales?
Amigo, usted está construyendo una torre de Babel y nunca llegará al cielo si
se mantiene en su estado actual.
¿Hay entre mis lectores quien sienta una carga en su corazón
respecto a su alma? ¿Hay alguien que quiera salvarse y se siente un vil
pecador? Le invito pues: “Ven a Cristo y él te salvará. Ven a Cristo y echa la
carga de tu alma sobre él. No temas; cree solamente”. ¿Tiene temor de la ira
venidera? Cristo puede liberarlo de ella. ¿Siente sobre usted la maldición por
haber quebrantado la ley? Cristo puede redimirle de la maldición de la ley. ¿Se
siente alejado de Dios? Cristo sufrió en la cruz para lograr acercarlo a Dios.
¿Se siente impuro? La sangre de Cristo puede limpiarle de
todo pecado.
¿Se siente imperfecto? Usted estará completo en Cristo. ¿Se
siente como si no fuera nada? Cristo es “el todo” para su alma. Nunca, ningún
santo alcanzó el cielo con cualquier argumento, sino diciendo: “He lavado y
emblanquecido mis ropas en la sangre del Cordero” (Ap. 7:14).
3.b - Pero, repito, Cristo no sólo es “el todo” en la
justificación de un verdadero cristiano, sino también en su santificación.
Espero que no haya nadie que me malinterprete. No quiero, ni por un momento,
restarle importancia a la obra del Espíritu Santo. Pero sí digo que nunca,
ningún hombre será santo hasta que venga a los pies de Cristo y se una a él.
Hasta entonces, sus obras son obras muertas; carece totalmente de santidad. Lo
primero que tiene que asegurarse es estar unido a Cristo y, luego, ser santo.
El propio Jesús dice: “Porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15: 5).
Ninguno puede crecer en santidad, a menos que permanezca unido a Cristo. Cristo
es la raíz de la que todo creyente debe recibir su fuerza para seguir adelante.
El Espíritu es su regalo especial, regalo que fue comprado para su pueblo. Un
creyente, no sólo debe haber “recibido al Señor Jesucristo”, sino andar en él; siendo
arraigado y edificado en él (Col. 2: 6, 7).
¿Anhela ser santo? Entonces, tiene que alimentarse
diariamente de Cristo que es el maná del cielo. Recuerde el maná que comía
Israel en el desierto. ¿Quiere ser santo? Entonces Cristo debe ser la roca de la
que usted debe beber diariamente el agua viva.
¿Busca ser santo? Entonces usted debe estar buscando siempre
a Jesús. Debe mantener su vista en la cruz y buscar diariamente motivos para
caminar más cerca de Dios, siguiendo su ejemplo y tomándolo a él como su
ejemplo de vida. Poniendo sus ojos en Cristo, usted llegará a ser como él. Su
rostro brillará sin que usted lo sepa.
Si quita su vista de usted mismo y la pone en Cristo,
encontrará que, aquellas penas que le aquejaban, se alejarán de usted y sus
ojos brillarán más y más cada día (He. 12:2; 2 Co. 3:18). El verdadero secreto
para salir del desierto es llegar “recostándose en el Amado” (Cnt. 8:5). La
manera válida de llegar a ser fuerte es reconocer nuestra debilidad y
convencernos de que Cristo debe ser “el todo”. La verdadera manera de crecer en
la gracia es beber de Cristo como de una fuente inagotable que satisface las
necesidades de cada momento. Debemos emplearlo como la viuda del profeta usaba
el aceite; no sólo para pagar nuestras deudas, sino para seguir viviendo
después de haberlas pagado (2 R. 4:7). Debemos esforzarnos por ser capaces de
decir: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el
cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20). ¡Siento lástima por
aquellos que pretenden ser santos sin Cristo! Sus esfuerzos son vanos. Es como
poner su dinero en una bolsa con agujeros o como vaciar agua en un colador. Se
asemeja al esfuerzo de rodar una enorme piedra redonda cuesta arriba o
construir una pared con lodo demasiado mojado. Actuar así es comenzar en el
punto equivocado. Usted debe venir a Cristo primero y él le dará su Espíritu
santificador. Tiene que aprender a decir con Pablo: “Todo lo puedo en Cristo
que me fortalece” (Fil. 4:13).
3.c - Además, Cristo no sólo es todo en la santificación del
cristiano auténtico, sino todo en su tranquilidad en el presente. Un alma
salvada tiene muchas aflicciones. Tiene un cuerpo como el de los demás seres
humanos, débiles y frágiles. Tiene un corazón como los demás hombres y, muchas
veces, su corazón es más sensible. Tiene sufrimientos y pérdidas como los demás
y, con frecuencia, experimenta más pruebas que ellos. Tiene su cuota de duelos,
muertes, decepciones y cruces. El alma salvada también tiene la oposición del
mundo, un lugar en la vida que debe llenar en integridad, tiene familiares no
convertidos con los que tiene que tratar con paciencia, persecuciones que
soportar y una muerte que enfrentar. ¿Y quién es suficiente para estas cosas?
¿Qué es lo que capacita al creyente para encarar todo esto? Nada más que “la
consolación que hay en Cristo” (Fil. 2: 1). En realidad, Jesús es, de hecho, el
Hermano que nos acompaña en la adversidad. Es un Amigo más unido que un hermano
y sólo él puede consolarnos. Él es capaz de compadecerse de nuestras
enfermedades porque él mismo “fue tentado en todo según nuestra semejanza” (He.
4:15). Él sabe lo que es el dolor porque fue varón de dolores, experimentado en
quebrantos (Is. 53:3). Él sabe lo que es un cuerpo dolorido; cuando su cuerpo
estaba atormentado por el dolor clamó: “He sido derramado como aguas, y todos
mis huesos se descoyuntaron” (Sal. 22:14). Sabe lo que son la pobreza y el
cansancio, pues a menudo, se fatigaba y no tenía dónde reclinar la cabeza. Sabe
lo que es la incomprensión de la familia, pues incluso sus hermanos no le
creyeron. No era honrado ni siquiera en su propia casa. Y Jesús sabe
exactamente cómo consolar la aflicción de su pueblo. Sabe cómo derramar aceite
y vino en las heridas del espíritu, conoce la forma de llenar los vacíos de los
corazones, cómo pronunciar palabras que alivien el cansancio de los suyos, cómo
curar el corazón partido, cómo atender al que está en el lecho del dolor, cómo
acercarse cuando le invocamos en nuestra debilidad y decir simplemente: “No temas”,
yo soy tu salvación (Lm. 3:57). Hablamos de lo reconfortante es que alguien se
conduela de nosotros. ¡No hay compasión como la de Cristo! En todas nuestras
aflicciones, él está con nosotros. Él conoce nuestras penas. Cuando sufrimos
dolor, él se duele, y como el buen médico, no escatima ni una gota de medicina
para calmar nuestro dolor. David dijo cierta vez: “En la multitud de mis
pensamientos dentro de mí, tus consolaciones alegraban mi alma” (Sal. 94:19).
Estoy seguro de que más de un creyente podría decir lo mismo: “A no haber
estado Jehová por nosotros, hubieran entonces pasado sobre nuestra alma las
aguas impetuosas” (Sal. 124:2, 5). ¡Es maravilloso cómo el creyente supera
todas sus angustias! ¡Es impresionante cómo, cuando pasa a través del fuego de
la prueba y la inundación de muchas aguas, recibe consolación! ¿Cómo es
posible? Simple y sencillamente es posible porque Cristo, no sólo es
justificación y santificación, sino también consuelo. “He visto sus caminos;
pero le sanaré, y le pastorearé, y le daré consuelo a él y a sus enlutados”
(Is. 57:18). ¡Oh, a usted que quiere gozar de tranquilidad constante, lo
encomiendo a Cristo! Sólo en él no hay fracaso. Los ricos se decepcionan de sus
bienes. Los sabios se decepcionan de sus libros. Los cónyuges se decepcionan de
sus parejas. Los padres se decepcionan de sus hijos. Los estadistas se
decepcionan, a pesar de que conquistan posición y poder después de mucho
luchar. Al final de cuentas, descubren que tienen más problemas que placer. ¿Y
qué produce la decepción, sino enojo, intranquilidad incesante, preocupación,
vanidad y aflicción de espíritu? En cambio, para la gloria de Dios, nadie jamás
ha sido decepcionado estando en Cristo.
3.d - Cristo no sólo es todo consuelo para el cristiano
auténtico en la actualidad, Cristo es también “el todo” en su esperanza del
tiempo por venir. Supongo que habrá pocos hombres y mujeres que no disfrutan de
la vida porque no tienen esperanza de algún tipo relacionada con sus almas.
Pero las esperanzas de la gran mayoría, no son más que vanas fantasías. No
tienen ninguna base sólida para tener esperanza. Ningún ser humano, excepto el
verdadero hijo de Dios, puede dar una explicación razonable de la esperanza que
hay en él. Es triste encontrar gentes sin esperanza. Es bíblico afirmar que, si
no tienen a Cristo, no tienen esperanza ni para el presente ni para el futuro.
El cristiano auténtico tiene una esperanza segura cuando mira hacia adelante;
el hombre mundano no tiene ninguna. El cristiano auténtico ve la luz en la distancia;
el hombre mundano no ve nada más que oscuridad. ¿Y cuál es la esperanza del
cristiano auténtico? Es precisamente ésta: Que Jesucristo viene otra vez, viene
triunfante, victorioso sobre el pecado, viene con todo su pueblo y, una vez
aquí, enjugará toda lágrima de los ojos de los suyos, viene para levantar a sus
santos de entre los muertos, viene para reunir a toda su familia, a fin de que
estén para siempre con él. ¡Esa es una esperanza segura! ¿En qué radica la
paciencia del creyente? En que contempla la venida del Señor. Por eso puede
soportar dificultades difíciles sin murmurar. Sabe que el tiempo es corto.
Espera en silencio la venida del Rey. ¿Por qué enfrenta todas las cosas con
calma? Porque espera el pronto regreso de su Señor. Su tesoro está en el cielo,
sus bendiciones más ricas están por venir. El mundo no es su hogar, sino una
simple posada; y estar en una posada no es estar en casa. Sabe que “el que ha
de venir vendrá, y no tardará”. Cristo viene y eso es suficiente (He. 10:37).
Ésta es, de hecho, una “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13). Ahora es el
tiempo de aprendizaje, luego disfrutaremos de la fiesta eterna. Ahora es tiempo
de sortear las olas de un mundo problemático, luego llegaremos a puerto seguro.
Ahora es la dispersión, entonces será el reencuentro. Ahora es el tiempo de la
siembra, luego la cosecha. Ahora es el momento de trabajar, después el de
recibir el pago. Ahora es la cruz, luego la corona. La gente habla de sus
“expectativas” y esperanzas en este mundo. Pero ninguno tiene expectativas tan
sólidas como las del alma salvada. Ésta puede decir: “Alma mía, en Dios
solamente reposa, porque de él es mi esperanza” (Sal. 62:5).
En todo cristianismo verdadero, Cristo es “el todo”. Todo en la justificación, todo en la paz y todo en la esperanza. Bienaventurado es el hijo de una madre que sabe estas verdades acerca de Cristo y mucho más bienaventurado es, si él mismo también lo siente.
¡Oh, que los hombres pudieran
probarse a sí mismos y comprobar que saben de todo esto por el bien de sus
propias almas!
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