"Por su llaga fuimos curados". Isaías 53.5
Pilatos entregó a nuestro Señor a los lictores para que fuese azotado. El azote romano era un instrumento de tortura espantoso. Estaba hecho con fibras de bueyes, a las que se entrelazaban aquí y allá filosas espinas, de manera que cada vez que el látigo caía, esas agudas espinas producían terrible laceración y arrancaban la carne. El Salvador estaba, sin duda, atado a la columna y así era azotado. Ya antes había sido golpeado, pero ahora los lictores romanos le infligen probablemente las flagelaciones más severas. ¡Alma, quédate aquí y llora sobre su pobre cuerpo herido!
Creyente en Jesús, ¿puedes mirarlo sin llorar, mientras está delante tuyo como modelo de agonizante amor? Él es a la vez inmaculado como el lirio y rojo como la rosa, con el carmesí de su propia sangre. Mientras experimentamos la segura y bendita sanidad que sus llagas nos han traído, ¿no arde nuestro corazón de amor y pena a la vez? Si alguna vez hemos amado a nuestro Señor Jesús, seguramente tenemos que sentir crecer aquel afecto dentro de nuestros pechos.
Rostro divino, ensangrentado,
Cuerpo llagado por nuestro bien:
calma benigno justos enojos,
lloren los ojos que así te ven.
Bello costado, en cuya herida
halla la vida la humanidad;
fuente amorosa de un Dios clemente
voz elocuente de caridad.
Iríamos gustosamente a nuestros cuartos a llorar; pero en vista de que nuestras ocupaciones nos reclaman, pediremos a nuestro Amado que imprima la imagen de sus heridas en las tablas de nuestros corazones todo el día, y al caer la noche volveremos a comunicarnos con Él y lamentaremos que nuestros pecados lo hayan hecho sufrir tanto.
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