III. El verdadero cristianismo es una buena batalla
Lo último que tengo que decir es esto: El verdadero cristianismo es una buena batalla.
"Buena" es un adjetivo inapropiado para calificar cualquier guerra. Toda guerra del mundo es mala en mayor o menor grado. Sin duda que, en algunos casos, la guerra es una necesidad absoluta -lograr la libertad de las naciones, impedir que el débil sea arrasado por el fuerte-, pero aun así, es mala. Conlleva mucho derramamiento de sangre y sufrimiento. Apresura a la eternidad miríadas de gentes que no están preparadas en absoluto para el cambio. Suscita las peores pasiones del hombre. Causa enormes pérdidas y la destrucción de propiedades. Llena a hogares pacíficos de viudas y huérfanos. Extiende por doquier la pobreza, las cargas y el sufrimiento nacional. Altera todo el orden en la sociedad. Interrumpe la obra del evangelio y el crecimiento de la obra misionera cristiana. En suma, las guerras son un mal inmenso e incalculable, y todo el que ora debiera clamar noche y día: "Danos paz en nuestro tiempo". Pero hay una guerra que es enfáticamente "buena", una batalla en la que no hay ningún mal. Esa guerra es la guerra cristiana. Esa batalla es la batalla del alma.
Ahora bien, ¿por qué razones es la lucha cristiana una "buena batalla"? Examinemos este tema y hagámoslo en orden. No me atrevo a pasar por alto este tema e ignorarlo. No quiero que nadie comience la vida del soldado cristiano sin calcular el costo. No dejaría de decirle a nadie que quiere ser santo y ver al Señor, que tiene que luchar y que la lucha cristiana, aunque es espiritual, es real e inexorable. Requiere valentía, audacia y perseverancia. Pero quiero que mis lectores sepan que hay aliento abundante, con tal de que comiencen la batalla. Las Escrituras no llaman a la lucha cristiana "una buena batalla" sin razón y causa. Trataré de mostrar lo que quiero significar.
(a) La batalla del cristiano es buena porque se libra bajo el mejor de los generales. El Líder y Comandante de todos los creyentes es nuestro divino Salvador, el Señor Jesucristo, un Salvador que tiene sabiduría perfecta, amor infinito y omnipotencia. El Capitán de nuestra salvación nunca falla en llevar a sus soldados a la victoria. En ningún momento usa estrategias inútiles, nunca se equivoca en sus criterios y jamás comete un error. Sus ojos están sobre todos sus seguidores, desde el más grande hasta el más pequeño. No olvida al más humilde siervo de su ejército. Cuida, recuerda y guarda para salvación al más débil. Las almas que ha comprado y redimido con su propia sangre son demasiado preciosas para ser malgastadas y descartadas. ¡Esto sí que es bueno!