(2) En segundo lugar, le costará al hombre sus pecados. Tiene que estar dispuesto a renunciar a cada hábito y práctica que es desagradable a los ojos de Dios. Tiene que darle la espalda al pecado, discutir con él, romper con él, luchar contra él, crucificarlo y esforzarse para vencerlo, no importa lo que diga o piense el mundo. Tiene que hacerlo sincera y totalmente. No puede hacer las paces por separado con ningún pecado especial que ama. Tiene que considerar a todos sus pecados como sus enemigos mortales y aborrecer cada mal camino. Sean pequeñas o grandes, sean públicas o secretas, tiene que renunciar totalmente a todas sus transgresiones. Significará una batalla diaria y, a veces, casi lograrán enseñorearse sobre él. Pero nunca debe ceder. Tiene que mantener una guerra perpetua contra sus pecados. Escrito está: "Echad de vosotros todas vuestras transgresiones"; "tus pecados redime con justicia, y tus iniquidades"; "dejad de hacer lo malo" (Ez. 18:31; Dn. 4:27; Is. 1:16).
Esto suena difícil. No me extraña. A menudo queremos tanto a nuestros pecados como si fueran nuestros hijos: Los amamos, los abrazamos, nos aferramos a ellos y nos deleitamos en ellos. Separarnos de ellos es tan difícil como amputarse la mano derecha o sacarse el ojo derecho. Pero hay que hacerlo. Hay que despedirse de ellos. Aunque la maldad "endulzó en su boca, si lo ocultaba debajo de su lengua, si le parecía bien y no lo dejaba, sino que lo detenía en su paladar", hay que renunciar a ellos (nuestros pecados), si queremos ser salvos (Job 20:12-13). El hombre y su pecado tienen que enemistarse si él y Dios han de ser amigos. Cristo está dispuesto a recibir a cualquier pecador. Pero no lo recibe si este se aferra a sus pecados. Anotemos este segundo precio a nuestra cuenta. Ser cristiano le costará al hombre sus pecados.
(3) Además, le costará al hombre su amor por lo que resulta fácil. Tiene que experimentar dolor y luchar si quiere desarrollar una carrera victoriosa al cielo. Tiene que velar y mantenerse en guardia cada día, como el soldado en el campo enemigo. Tiene que cuidar su comportamiento cada hora del día, con cada compañía y en cada lugar, en público, al igual que en privado, entre extraños, al igual que con los de casa. Tiene que vigilar su tiempo, su lengua, su carácter, sus pensamientos, su imaginación, sus motivaciones y su conducta en cada relación de su vida. Tiene que ser diligente en orar, leer la Biblia, en lo que hace los domingos, con todos sus medios de gracia. Al prestar atención a estas cosas puede distar de alcanzar la perfección, pero no puede descuidar ninguna. "El alma del perezoso desea, y nada alcanza; mas el alma de los diligentes será prosperada" (Pr. 13:4).
Esto también suena duro. No hay nada que por naturaleza nos desagrade tanto como tener "problemas" relacionados con nuestra religión. Nos desagradan los conflictos. Deseamos secretamente tener un cristianismo "vicario", lograr todo por medio del esfuerzo de terceros que hicieran todo en nuestro lugar. Cualquier cosa que requiera esfuerzo y trabajo, es contraria a nuestra naturaleza. Pero para el alma "no hay ganancias sin sacrificios". Anotemos este tercer costo a nuestra cuenta. Ser cristiano le costará al hombre su amor por lo que resulta fácil.