Versículo para hoy:
viernes, 25 de enero de 2019
25 de enero – EL DIOS DE LA COMPASIÓN
Jesús lloró. Juan 11:35.
Debemos llorar, porque
Jesús lloró. Jesús lloró por otros. No sé si alguna vez él lloró por sí mismo.
Sus lágrimas fueron compasivas. Él personificó el mandamiento: «Lloren con los
que lloran» (Romanos 12:15). El que puede guardarlo todo dentro del radio de su
propio ser, tiene un alma estrecha. Un alma verdadera, un alma cristiana, vive
en las almas y cuerpos de otros hombres así como en la suya propia. Un alma
perfectamente cristiana considera que el mundo entero es demasiado estrecho
para su morada, porque esta vive y ama, vive amando y ama porque vive.
Un mar de lágrimas
delante del Dios tres veces santo hará mucho más que las enormes listas de
peticiones a nuestros senadores. «Jesús lloró» y sus lágrimas fueron armas
poderosas contra el pecado y la muerte. Por favor, observa que no dice que Jesús
vociferó sino que «Jesús lloró». Le harás más bien a quienes te ofenden, más
bien a ti mismo y más bien a las mejores causas si la compasión lo humedece
todo.
Por último, si has
llorado, imita a tu Salvador y ¡haz algo! Si el capítulo que tenemos delante
concluyera con «Jesús lloró», sería un capítulo pobre. Imagínate que leyéramos
que después de ellos haber ido a la tumba: «Jesús lloró y siguió con sus tareas
diarias». Yo habría sentido muy poco consuelo en el pasaje. De no haber nada
más que lágrimas, habría sido una gran disminución de la actitud acostumbrada
de nuestro bendito Señor. ¡Lágrimas! ¿Qué son por sí solas? Agua salada. Una
taza de estas le sirve de muy poco a alguien. Pero amados, «Jesús lloró» y
luego ordenó: «Quiten la piedra». Él gritó: «¡Lázaro, sal fuera!»
A través de la Biblia en un año: Génesis
41-44
24 de enero – VIVIR MÁS ALLÁ DE NOSOTROS MISMOS
Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien
a todos, y en especial a los de la familia de la fe. Gálatas 6:10.
Al convertirnos en
hacedores del bien, se nos conoce como hijos del buen Dios. «Dichosos los que
trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5:9). Un
hombre es hijo de Dios cuando vive más allá de sí mismo interesándose siempre
en los demás, cuando su alma no está confinada al círculo estrecho de sus
propias narices, sino que anda bendiciendo a los que le rodean sin importar
cuán indignos sean. Los verdaderos hijos de Dios nunca ven a una persona
perdida sin intentar salvarla, nunca oyen de un sufrimiento sin anhelar
impartir consuelo. «No opriman al extranjero, pues ya lo han experimentado en
carne propia», le dijo el Señor a Israel (Éxodo 23:9); y lo mismo pasa con
nosotros, que una vez fuimos cautivos e incluso ahora nuestro Amigo más selecto
sigue siendo un Extranjero por amor a quien amamos a todos los hombres que
sufren. Cuando Cristo está en nosotros, buscamos oportunidades de llevar a
pródigos, a extranjeros y marginados a la casa del gran Padre. Nuestro amor se
extiende a toda la humanidad y nuestra mano no se cierra para nadie: si es así,
somos como Dios, al igual que los niños pequeños son como su padre.
¡Qué dulce
resultado da aceptar al Hijo de Dios como nuestro Salvador mediante la fe! Él
mora en nosotros y nosotros lo contemplamos en santa comunión de manera que
«todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la
gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por
la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Corintios 3:18).
A través de la Biblia en un año: Génesis
37-40
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