“Yo
vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía”. Cantares 5:1.
EL corazón del
creyente es el jardín de Cristo. El lo compró con su preciosa sangre; entró en
él y lo reclama como suyo. Un jardín implica separación. No es un vulgar
descampado; no es un desierto; es algo que ha sido cercado. Quisiéramos ver más
anchas y más fuertes las murallas de separación entre la Iglesia y el mundo. Me
entristece oír decir a los cristianos: “Bien, no hay nada malo en eso, no hay
nada malo en aquello”, acercándose así al mundo todo lo posible. Es muy escasa
la gracia en aquella alma que aún puede preguntar hasta dónde puede vivir en
conformidad con el mundo. Un jardín es un lugar de belleza; sobrepuja a las
desoladas tierras incultas. El verdadero cristiano debe procurar ser en su vida
mejor que el más destacado moralista, pues el jardín de Cristo tiene que
producir las mejores flores de todo el mundo. Aún las mejores flores son pobres
en comparación con lo que Cristo merece; no le demos, pues, plantas marchitas y
enanas. En el jardín de Jesús, tienen que florecer las rosas y los lirios más
raros, más preciosos y más delicados. El jardín es un lugar de crecimiento. Los
santos no tienen que quedar estancados, siempre meros capullos y pimpollos.
Tenemos que crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo. Donde Jesús es el labrador y el Espíritu Santo el rocío, el
crecimiento tiene que ser rápido. Un jardín es un lugar de retiro. Así también el
Señor Jesucristo quiere conservar nuestras almas como un lugar en el cual él
pueda manifestarse como no lo hace con el mundo. ¡Oh, si los cristianos
estuviesen más retirados de manera que sus corazones estuvieran enteramente
reservados para Cristo! Frecuentemente, como Marta, nos inquietamos y turbamos
con muchos servicios, de modo que no tenemos para Cristo el lugar que tuvo
María, y no nos sentamos a sus pies como debiéramos. Que el Señor nos conceda
hoy las refrescantes lluvias de su gracia para regar su jardín.
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