“Que nos salvó y llamó con vocación santa”. 2 Timoteo 1:9.
EL apóstol usa
el tiempo perfecto y dice: “Quien nos ha salvado”. Los creyentes en Cristo
Jesús son salvos. No son considerados como personas que se hallan en una
posición de esperanza y que, al fin, pueden ser salvados, sino personas ya
salvadas. La salvación no es una bendición que tiene que saborearse en el lecho
de muerte y cantarse en el cielo, sino algo que tiene que obtenerse, recibirse,
ofrecerse y saborearse ahora. El cristiano es perfectamente salvado en el
propósito de Dios. Dios lo ha destinado para salvación, y ese propósito es
cumplido. El cristiano es salvado también en cuanto al precio que se ha pagado
a favor de él: “Consumado es”, fue el clamor del Salvador antes de morir. El
creyente es también perfectamente salvado en el que es la Cabeza del pacto divino,
pues como cayó en Adán así vive en Cristo. Esta completa salvación está
acompañada de una santa vocación. Aquellos a quienes el Salvador salvó en la
cruz, son, a su debido tiempo, llamados por el poder del Espíritu Santo para
santidad. Dejan sus pecados y se esfuerzan por ser semejantes a Cristo; escogen
la santidad no por compulsión alguna, sino por el impulso de la nueva
naturaleza que los lleva a regocijarse en la santidad tan naturalmente como
antes se deleitaban en el pecado. Dios no los eligió ni los llamó porque fuesen
santos, sino los llamó para que pudiesen ser santos, y la santidad es la
perfección producida por su obra en ellos. Las excelencias que vemos en un
creyente son obra de Dios como lo es también la expiación. Así es revelada muy
admirablemente la plenitud de la gracia de Dios. La salvación tiene que ser por
gracia, porque Dios es el autor de ella. ¿Y qué móvil fuera de la gracia podría
moverlo a salvar al culpable? La salvación tiene que ser por gracia, porque el
Señor obra de tal manera que nuestra justicia es completamente excluida. Tal es
el privilegio del creyente: una salvación presente. Tal es la evidencia de que
fue llamado a gozarla: una vida santa.
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