“El que creyere y fuere bautizado será salvo”. Marcos 16:16.
EL Sr. Macdonald preguntó a los habitantes de la isla de Santa Kilda cómo puede uno llegar a ser salvo. Un anciano contestó: “Arrepintiéndose, abandonando el pecado y convirtiéndose a Dios”. “Sí”, dijo una mujer que había llegado a la madurez, “pero haciendo eso con sincero corazón”. “Sí”, añadió un tercero, “pero no olvidándose de la oración”. Un cuarto añadió: “Pero esa oración debe ser de corazón”. Un quinto dijo, por fin: “Sí, pero también debemos ser diligentes en guardar sus mandamientos”. Habiendo dado cada uno su parecer y pensando que habían compuesto un credo muy razonable, esperaban la aprobación del predicador, pero, en cambio, este se mostró más bien triste. Vemos en estas contestaciones cómo la mente carnal traza para sí un camino en el cual el “yo” pueda obrar y llegar a ser grande, pero el camino del Señor es muy distinto. Creer y ser bautizado no son asuntos de mérito para que nos gloriemos en ellos; son más bien dos actos tan sencillos que excluyen toda jactancia, y, de esa forma, la libre gracia lleva la palma. Puede ser que el lector no sea salvo aún. ¿Cuál es el motivo? ¿Crees que el camino de salvación como lo presenta nuestro texto es dudoso? ¿Cómo puede serlo cuando Dios ha empeñado su palabra en cuanto a su certidumbre? ¿Piensas que ese camino es demasiado fácil? ¿Por qué entonces no lo sigues? Su facilidad deja sin excusa a los que lo descuidan. Creer es simplemente confiar, depender, descansar en Cristo Jesús. Ser bautizado es someterse al rito al que se sometió el Señor en el Jordán, al cual se sometieron también los convertidos en Pentecostés y al que el carcelero obedeció la misma noche de su conversión. Los signos exteriores no salvan, pero simbolizan nuestra muerte, entierro y resurrección con Jesús y, como la Cena del Señor, no deben ser descuidados. Lector, ¿crees en Jesús? Entonces, querido amigo, desecha tus temores; tú serás salvo. ¿Eres aún un incrédulo? Entonces recuerda que hay sólo una puerta, y si no entras por ella perecerás en tus pecados.
Charles Haddon Spurgeon.
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