Mientras lo apedreaban, Esteban oraba. «Señor Jesús» decía,
«recibe mi espíritu». Luego cayó de rodillas y gritó: «¡Señor, no les tomes en
cuenta este pecado!» Cuando hubo dicho esto, murió. Hechos 7:59-60.
Observemos la muerte de
Esteban y notemos su carácter general. Nos sorprende que sucediera en el mejor
momento de su servicio. Lo habían designado oficial de la iglesia en Jerusalén
para velar que las ofrendas se distribuyeran de forma correcta entre los
pobres, en especial, las viudas griegas. Desempeñó su labor para la
satisfacción de toda la iglesia y llevó a cabo un servicio excelente, de modo
que los apóstoles pudieron dedicarse de lleno a su verdadero trabajo, es decir,
la predicación y la oración, y no es algo insignificante asumir la carga de
otro si eso libera a aquel para que pueda dedicarse a un servicio más eminente
que el que nosotros mismos pudiéramos desempeñar. Pero Esteban no se conformó
con ser un diácono, sino que comenzó a ministrar en las cosas santas como un
defensor de la Palabra, lo que hizo con gran poder, ya que estaba lleno de fe y
del poder del Espíritu Santo. Esteban sobresale en la lista de los héroes de la
historia de la iglesia como un líder, tanto que los enemigos del evangelio
reconocieron la utilidad de su prominencia y lo hicieron objeto de su más fiera
oposición, pues por lo general se encolerizan más contra aquellos que hacen el
mayor bien. Esteban permaneció en la vanguardia del ejército del Señor; sin
embargo, lo mataron. «Un misterio», dicen algunos. «Un gran privilegio», digo
yo. ¿Quién desea que Dios lo lleve en algún otro tiempo? ¿Acaso no es mejor
morir con el yugo puesto, cuando todavía eres útil? ¿Quién desea vivir hasta
ser una carga, en vez de una ayuda?
A través de la Biblia en un año: Salmos 111-114
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